Felicidades


Ford Falcon modelo 1978. El clásico argentino. Color rojo gastadísimo. Viaje de Ramos a Morón.

Remisero: ¿Y vos dónde pasás las fiestas?
Ventarrón: En la casa de mis viejos, tranca. ¿Vos?
Remisero: No… Yo hace cinco años que me peleé con mi familia. El 24 y el 31 los paso religiosamente en el cabaret. Ahora pusieron uno hermoso acá sobre Rivadavia.

Rock is dead

En los noventa había que escuchar rock and roll. Empezar con alguna bandita local, mechar algún clásico setentoso y comprarte alguna remera en Locuras con el logo de un grupo fetiche.

Recién ahí tenías derecho a sentarte en la puerta de lo del ruso, el primero que tuvo un equipo más o menos pulenta. Sacaba los parlantes por la ventana y escuchábamos un par de veces seguidas el disco cuatro de Led Zeppelin. Los más grandes fumaban, comentaban pasajes de la guitarra de Page y arriesgaban historias sobre el cantante: “Robert Plant tenía una dentadura de mierda y cuando se la hizo corregir le quedó la voz así”.

El paso final era agarrar una viola, tirar Re, Sol, La y listo, a rockear. La pentatónica era la escala divina. El que la subía y la bajaba sin tropezar alcanzaba un protagonismo envidiable.

El rock era un paradigma Kunhiano, fuera de él todo era reducido a la pura negatividad.

Ahí afuera estaba la cumbia con sus morenas pulposas como las sirenas mitológicas de la Odisea. El ruso subía el volumen y los parlantes saturaban. Él era el Ulises del barrio y el resto los marineros amenazados por el canto hechicero.

Hoy pasé por una disquería de Liniers que estaba pasando un temazo de Ráfaga y pensé dos cosas. La cumbia melódica de los noventa es un género del carajo. Y Richard, estrella de las seis cuerdas tropicales, le pasa el trapo a más de un rockerito.

Ahora dice que este blog no está abandonado

La falta de actualización de esta página durante casi dos meses no se debería a su abandono sino a un proceso de “empelotamiento intelectual” del autor cuyas razones aún se desconocen.

Creo que Ventarrón se dio cuenta que tocó fondo cuando publicó un post sobre Facundo Pastor. Es muy difícil volver después de caer tan bajo”, dice Serafín, un antiguo colega.
Me parece que el blog dio todo lo que podía dar. Algunas líneas dedicadas a un desamor, otras sobre un tango, unas más sobre una gresca en un colectivo, y hasta ahí llegó. No se pueden pedir peras al manzano”, sostiene Adriana, autora del blog “Refranes desvirtuados”.

Otras voces cercanas al escritor opinan que su desaparición estaría relacionada con problemas de polleras. “Abrió el blog porque le dijeron que con eso se gana minitas”, dice un ex compañero de copas que prefiere mantener en el anonimato. “Iba a las fiestas, encaraba a una chica y le decía – Me tenés que conocer, yo escribí “Al cielo de tu boca”- y le repetía unas líneas de memoria. Un pelotudo”. Los sucesivos desaires, rechazos y hasta denuncias policiales de las cortejadas ante la insistencia del galán habrían desalentado su producción artística.

En contraposición, algunos amigos y parientes sostienen que Ventarrón se tomó estos dos meses para relanzar el blog a través de un repertorio de nuevos recursos que hagan uso del potencial multimediático del espacio. “El medio es el mensaje”, dice la tía del malevo mientras termina un partido de buscaminas y nos muestra el emoticón con anteojos negros que se sucede a su victoria en el juego. “Se anotó en el curso de diseño güeb que se da acá en la sociedad de fomento. En este medio, si te quedás, te pasan por arriba”, insiste entusiasta.

De todas maneras, todos coinciden en pronosticar la pronta reaparición del escriba.

Tiembla Don Corleone

Anoche me comí enterito “Documentos América”, un programa de investigación periodística conducido por Facundo Pastor y dedicado a la caza de giles.

La emisión de ayer prometía desbaratar una banda de falsificadores que operaba en la zona de Tigre fraguando todo tipo de documentaciones. Pero a medida que el programa avanzaba uno comenzaba sospechar que los tipos no estaban tras las huellas de una nueva Operación Bernhard ni mucho menos. Toda la papeleta imitada eran títulos de colegios secundarios y certificados médicos al módico precio de cien pesos el primero y quince el segundo. Es decir, la modesta recaudación no parecía ser la fuente de financiamiento de la mafia siciliana radicada en el norte de la provincia.

El programa mostraba la indagación de Pastor que recorría los colegios y los hospitales a los que los certificados decían corresponder en busca de pistas que lo llevaran hasta los maleantes. Hasta que finalmente el joven reportero sorprende a la organización delictiva in fraganti: una vieja modista de unos sesenta años le vendía los certificados a dos pinches del programa montados con cámaras ocultas. El resto de la organización estaba compuesto por… la hija de la señora (implicada por… ¡atenderse en el hospital de los certificados truchos!).

La pobre vieja aparece recontra escrachada por las cámaras ante el interrogatorio incisivo del pelotudo de Facundo (“¿Qué es lo que entrega señora? ¿Qué es esa documentación? Dé la cara señora.”) mientras un patova del equipo traba la puerta de entrada para que la señora no pueda meterse de nuevo en su casa. Cuando la peligrosísima malviviente logra zafar, el buchón de Pastor sale a hacer una recorrida por el barrio preguntando a los vecinos sobre su conocimiento de los ilícitos de la modista.

Para el cierre del impresentable programa, el conductor se jacta de su valentía y de haber desenmascarado a la viejita que representaba un verdadero peligro social: cualquier joven inescrupuloso podía comprar certificados para justificar un faltazo al trabajo o un título secundario para laburar de repositor.

Eso, en mi barrio, es de botonazo y cagón.

Al cielo de tu boca el purgatorio

La clave era camuflar cualquier indicio de mi timidez, no dejar ningún resquicio por donde se filtrara. La amenaza más grave era el silencio y el ridículo, en ese orden. Como si la afasia me fuese a dejar desnudo frente a cientos de miradas burlonas.

Muchos novatos tienen una habilidad casi innata para superar este primer escollo con una facilidad humillante. Encadenan una palabra tras otra, escupen sujetos, predicados y entretejen circunstanciales como acróbatas lingüísticos.

Yo no soy así. Hasta entonces no lo había comprobado, pero ya lo intuía. Pensaba que mis palabras se iban a enmarañar hasta volverse impronunciables o que iban a desaparecer ante la mirada altanera de esa morocha que pisaba segura sobre la pista. Pero aún si una erupción de coraje brotara de mi garganta y enlazara seis oraciones al hilo, cada palabra tenía además que destacar algún otro mérito que justificara la atención de aquella musa. Con la valentía sola no iba a llegar más lejos que cualquiera de esos descarados que probaban suerte ante la divinidad de aquella noche.

Toda tentativa de seducción se basa en el equilibrio entre disimular defectos y resaltar virtudes. Durante aquella noche, cualquier bache de silencio iba a revelar la farsa de mi seguridad arremetedora. Pero el papel de idiota diciendo estupideces no era más atractivo que el del galán enmudecido.

Avancé dos pasos hacia ella, pero sus ojos encendidos me descubrieron y disuadieron mi hidalguía. Fue una mirada repentina que me bastó para medir lo grotesco de mi cuerpo diminuto y desgarbado al lado de su figura celestial.

Volví a estudiar mis pasos antes de arrancar. Imaginé el abanico de posibles reacciones y armé un repertorio de recursos para tener a mano ante salidas inesperadas. Esperé que cediera el temblequeo de mi cuerpo y respiré profundo. Me acerqué a ella por detrás para tener a mano la posibilidad de consentir a mi cobardía por segunda vez. Cuando estaba a centímetros de su nuca volví a repasar la frase que le había robado a un poeta amigo y la solté impune:

- Si no te das la oportunidad de conocerme, no tendrás nunca el placer de olvidarme.

- Demasiado larga- pensé a mitad de camino. Con la última brisa de aire que me quedaba salieron las sílabas finales, casi imperceptibles.

Antes de mi desmayo ella se dio vuelta:

- Ubicate, pelotudo.- Sentenció.

Apuntes olímpicos

Comenzaron los juegos olímpicos y con ellos la oportunidad para sacudir la modorra de este block. Es esta una empresa riesgosa, ya que la crónica de tono jocoso sobre eventos deportivos debe evitar recursos malgastados.

El principal es el utilizado por los programas televisivos y las campañas publicitarias que se mofan de la euforia circunstancial que se produce durante la realización de estos acontecimientos atléticos: “Ahora resulta que todos sabemos de básquet” o “Ahora todos saltamos en garrocha”. Los periodistas deportivos se quejan de la invasión del interés popular en disciplinas exóticas que consideran monopolio exclusivo de sus saberes: “Ahora todos miran nado sincronizado”. Se genera así un clima de sospecha de los profesionales hacia los entusiastas aficionados.

A ver poligrillo: ¿Cuándo querés que me interese por un partido de badminton? ¿Cuándo juegue Obras Sanitarias contra la Liga de Amas de Casa? ¿Y por salto en largo? Si vos tenés ganas de ver cinco tipos jugando a ver quién salta más lejos durante todo el año, problema tuyo. A mí con una vez cada cuatro años me alcanza.

La ubicación geográfica de estas Olimpiadas da lugar también a numerosos chistes sobre las costumbres chinas. Hay entre ese tedioso repertorio dos tipos de humoradas que a este cronista le hacen mucha gracia. La primera es la chanza realizada sobre los usos horarios, por ejemplo, “el partido de Argentina vs. Australia se jugará el domingo a las seis de la mañana, ¡qué temprano se levantan los chinos che!”. La segunda es la utilización fraudulenta del término “oriental”, por ejemplo, “entre las costumbres orientales no se permite el beso en la mejilla, ¡qué recios son los uruguayos!”. Estos dos chistes, junto al del paisano que va a comprar supositorios, son hazañas de la historia del humor y no podemos renunciar a ellos.

En otro orden de cosas, queremos celebrar un acto de justicia olímpico: la exclusión del rugby como disciplina deportiva. Un juego en el que treinta tipos grandotes, sucios y transpirados gustan de entrelazarse, abrazarse, empujarse y manosearse entre ellos, no debe considerarse más allá del rango de orgía. Con toda la simpatía que me merecen las fiestas sexuales, ninguna de ellas se autoproclama deporte ni reclama medallas para sus mejores participantes.

El Comité Olímpico camufla su desdén hacia este juego alegando que, al desarrollarse la competencia en sólo dos semanas, no hay tiempo suficiente para que los jugadores se recuperen entre un partido y otro. Cualquier deportista consideraría esto un insulto y contestaría con frases compadritas como “me la banco contra todo el comité olímpico, te juego tres partidos por día y de noche me voy a hombrear bolsas al puerto”. Sin embargo, los rugbiers admiten su exclusión sin chistar ni organizar una resistencia digna, como lo haría hasta un equipo hasta un equipo de gimnasia artística de nenas de cuarto grado. A confesión de partes, relevo de pruebas. No hace falta que diga que un aficionado a las orgías no tendría problemas en mantener una regularidad diaria.

Por último, el nombre tradicional en español para designar a la capital de China es Pekín, no Beijing. ¿Acaso ahora vamos a llamar perro beijingués a esos monstruos diminutos de colmillos sobresalientes y ladrido de soprano?

Conversación imaginaria con el pelotudo que iba ayer en el 21 escuchando música por su celular

- Flaco, ¿no tenés auriculares?

- No, ¿por?

- No, qué se yo... ¿vos sabés si a todos los que estamos acá tenemos ganas de escuchar eso?

- ¿No te gusta la Renga?

- Sí.. bah, no. Pero no es el punto.

- Uh, careta, aguante el rock and roll. ¿Te gusta la cumbia a vos?

- No, bah.. sí, algún tipo de cumbia... bueno, pero no es la cuestión...

- Yo soy del palo del rock, ¿me entendés?

- Claro, te entiendo, me parece bien...

- No, no te parece bien porque no te cabe el rock.

- Sí me cabe el rock, no me gusta la Renga.

- ¿Por qué?

- Porque me parecen muy pobres musicalmente y bastante pelotudos cuando se hacen los rebeldes, pero no era lo que te quería decir.

- ¿Pelotudos cuando se hacen los rebeldes? ¡Tomatelá! (Canta) ¡No me interesa ningún tipo de política ni el demócrata ni el fascista porque me tocó ser así, ni siquiera anarquista!

- ¿Ves? Das justo en la tecla. Por eso me parecen unos boludos ¿Te da lo mismo un sistema democrático que el facismo?

- No, no me interesa ningún sistema.

- Si no te interesa te da lo mismo.

- (Otra vez canta, pero ahora también agita los brazos y me apunta con el índice) ¡Yo veo todo al revés, no veo como usted, yo no veo justicia sólo miseria y hambre o será que soy yo que llevo la contra como estandarte!

- Ah, sí. Seguro que sos vos. Si acá todos los que viajamos en este bondi de mierda nos pensamos que vivimos en Suecia.

- Flaco, a vos te compró el régimen.

- Claro, claro. Y vos cantando esa gilada sos la reencarnación del Che. Igual no te hablaba ni de tus gustos musicales, ni de tu posición política, ni de tu capacidad única para ver desdicha en un mundo que a todos los demás se nos aparece justo y armonioso. Lo que te digo es que me parece una cagada que pongas tu celular sonando a todo lo que da y que todo el colectivo tenga que escuchar esa guitarra distorsionada al mango saliendo por un parlantito todo saturado.

- Chabón, este celular sale siete gambas, ¿sabés el sonido que tiene?

- Sí, un sonido mono. Un sonido del orto que no se usa desde 1957, cuando a algún salame más vivo que vos y que yo se le ocurrió grabar música por dos canales diferentes para evitar que se sature un sólo canal con todos los sonidos juntos, tal como pasa con esa mierda de celular que me está quemando los oídos a mí y a todos los que estamos viajando desde que pusiste tu puto culo en este asiento.

- (Grita a todo el colectivo) ¡Le gusta la cumbia! ¡A este puto le gusta la cumbia!

- ¡Pará infradotado! Lo único que te digo es que te pongas unos auriculares para que no jodas a todos los demás, estés escuchando la Renga, la Coja, la Vieja tullida, o la Putísima madre que te parió.

- No tengo auriculares. Y voy a escuchar mi celular como se me canta.

- Bueno, dale. A mí se me antoja cantar Nino Bravo a los gritos: (canto) DEJARÉ MI TIERRA POR TI, DEJARÉ MIS CAMPOS Y ME IRÉ LEJOS DE AQUÍ. CRUZARÉ LLORANDO EL JARDÍN Y CON TUS RECUERDOS PARTIRÉ LEJOS DE AQUÍ…


En lugar de todo esto mascullé mi odio, busqué sin éxito abstraerme en los paisajes de una avenida embotellada y me imaginé palabra por palabra todo lo que le hubiera dicho.

MG

Lo primero que me llamó la atención fueron sus generosas piernas cruzadas asomándose desde una minifalda negra. Estaba sentada en un banquito redondo de un metro de altura, de esos que ponen en la barra de los bares para que los bebedores de turno se inclinen hacia sus copas apoyados sobre uno de sus brazos. Con el pie izquierdo marcaba los tiempos del reef de “Cerca de la Revolución”. Miraba paciente a un García rubio de raíces negras y tiraba paredes con su instrumento apoyado sobre el muslo derecho mientras el músico la ojeaba despatarrado sobre un sillón. Él preguntaba con una pentatónica sencilla y grave y ella le contestaba con los dedos saltando entre los trastes y trepando por el mástil de su guitarra acústica recortada, hasta llegar a las notas más agudas.

En medio de sus ojos negros nacía temprana la nariz huesuda, que era el centro de sus rasgos mapuches heredados de su tatarabuelo, el cacique Epumer, al que Lucio Mansilla definió en su famosa excursión como “el indio más temido entre los ranqueles, por su valor, por su audacia, por su vehemencia cuando está beodo”.

Con la criolla de mi viejo yo imitaba los solos que ella plasmó en aquel acústico en el que Charly dejó algunos de sus últimos destellos. Reproducía, rebobinaba y volvía a reproducir el VHS en el que lo tenía grabado, y descifraba cada pasaje dentro de las escalas que me habían pasado algunos amigos que tocaban con más seriedad que yo.

Cuando sobre el escenario de Obras cantaba “No te animas a despegar”, sola con su Gibson Les Paul fucsia, su voz ochentosa me acariciaba las manos.

Para esa época ya estaba de novia con Darío Lopérfido, secretario de cultura del gobierno porteño de Fernando De la Rúa y luego vocero presidencial. Un pelotudo de Franja Morada que jugaba de progre para la tribuna cuando organizaba recitales de rock en Tilcara y festivales de jazz en Bariloche, pero mostraba la hilacha cuando defendía la reforma laboral y armaba los discursos presidenciales que anunciaban los nuevos índices de desempleo.

Una noche me la crucé por la avenida Jujuy. Charly acababa de editar “Say no more”, uno de los peores discos de su historia, y lo presentaba en un show poco difundido en el bar que Javier Martínez, ex líder de Manal, tenía en el barrio de Once. Yo andaba sólo y ella venía de frente vestida de negro, acompañada por Érica di Salvo, la entonces violinista de la banda. La seguí de reojo, tímido, y cuando me advirtió desvié la mirada de manera brusca y torpe.

El recital comenzó con bastante retraso por los recurrentes caprichos del bicolor. Nunca entendí la paciencia militante de los fans: “Cuando venís a ver a Charly sabés a lo que te exponés”, decían los más boludos. Tiempo después, como supe a lo que me exponía, dejé de ir. Pero aquella noche Charly salió al escenario mucho más tarde de lo previsto, tocó con gran inspiración durante tres horas y se fue sin bises. Yo me pedí una cerveza y me quedé haciendo tiempo, esperando el primer tren de la mañana para volver.

Dos horas después, cuando no quedábamos más de veinte personas, Charly volvió a salir al escenario seguido de María Gabriela, el batero y el bajista. Con la banda reducida combinó temas propios, de los Beatles, Prince, Bob Dylan y otros clásicos. Yo estaba a los pies del escenario y frente a mí ella se lucía con su Telecaster ocre al mango. Con la noche al borde del amanecer, García casi sin voz y mi violera fetiche al frente del micrófono, tocaron los temas que el público les pedía.

Sobre el final de la zapada aproveché un intervalo en el que Charly discutía con el encargado del bar y le pedí a María Gabriela que tocara “No te animas a despegar”. Ella miró a Charly que estaba al filo del escándalo, esbozó una sonrisa como diciendo “Te lo debo” y se escondió detrás del escenario.

Deja ya de joder con la pelota

- Entrás para la ’79 pibe. Vas a jugar por el Tokio.-
El imperativo se clavó certero en mis espaldas, trepó por la columna vertebral, se enredó en mi cuello y me anudó la garganta con tanta fuerza que mi intento de respuesta resultó en un exiguo y casi agonizante “si” que nadie percibió.

Había entrado a jugar al club hacía pocas semanas. Hasta entonces había sido un chico de departamento cuyo contacto con el fútbol se había limitado al simulacro de penales con su viejo como arquero y una pelota de gajos rectangulares celestes y blancos, casi tan liviana como el aire.

Cuando las dimensiones del hábitat familiar se estrecharon tras el nacimiento de mis hermanos mellizos, la mudanza a una casa de barrio trajo aparejado un mundo nuevo para un pibe de siete años: la calle, el potrero y la sociedad de fomento. Los tres espacios eran de frecuencia obligatoria para todos los aspirantes al respeto y la simpatía de las pandillas infantiles.

Así llegué a Villa Colombo.

- ¿Qué categoría sos, pibe?
- Ochenta.
- ¿De qué jugás?
- No sé…
- ¿Arriba o abajo?
- ¿Qué es arriba o abajo?


Esa fue mi primera conversación con el Inglés, un cuarentón muy parecido a Rodolfo Bebán que hacía de técnico del equipo. Pocas semanas después no sólo tenía que jugar para una categoría más grande sino que me tocaba reemplazar a la figura más relevante del club.

El Tokio era a Villa Colombo lo que su ídolo en retirada, Ricardo Bochini, era a Independiente: un estratega sin una gran velocidad pero con una gambeta paciente, una pegada certera y una lectura del juego que lo hacía moverse por la cancha con distinción.
La primera vez que me toco enfrentarlo en la canchita Costa, sede del fútbol no institucional, el Tokio hilvanó una jugada infernal que me tuvo como víctima. Había encarado por el lateral derecho y tirado dos caños a los defensores de turno, se aproximó a mi figura, el último obstáculo antes de su llegada al arco, me miró a los ojos y con un simple gesto me advirtió que iba por el tercer túnel consecutivo. Enemigo de las gestas heroicas, decidí mantener mis piernas juntas pero el Tokio, que adivinaba el momento en que el cerebro perdía control sobre las piernas del adversario, tiró dos amagues y, ante la mínima separación de mi pierna diestra, pasó la pelota entre esta y la siniestra, enfrentó al arquero y definió con un tiro cruzado y rasante.
A semejante monstruo me tocaba reemplazar.

La existencia de jueces, camisetas identificatorias, tiempos de juego preestablecidos, puntajes, tabla de posiciones, tribunas locales y visitantes y tablero con el marcador del partido son algunas de las razones por las que me parece un despropósito llamar “amateur” al fútbol de los clubes barriales. La ausencia de dádivas no es razón suficiente para considerar aquella actividad como “no profesional”, por no mencionar las presiones a las que se somete a los pequeños players.

Luego de un partido que perdimos 5 a 4 me encontré en el vestuario con una escena muy particular: nuestro arquero, Beto, lloraba sentado con los codos apoyados en las rodillas y las manos, con los guantes todavía puestos, tapándole la cara. Le pregunté qué le pasaba y el inglés, que hasta ese momento intentaba consolarlo, se dio vuelta, me miró endiablado y me gritó: “¡Llora porque le corre sangre por las venas y no mierda como a vos!”. Mis ocho años no alcanzaron para mandar al carajo al entrenador.

Al comienzo de cada entrenamiento, el inglés se paraba en el centro de la cancha con varias pelotas al pie y nos hacía correr alrededor por el perímetro del campo que emulaba la cadena de montaje de una fábrica de los inicios de la Revolución industrial. Desde aquel lugar privilegiado, cual capataz de la industria, lanzaba pelotazos contra aquellos que aminoraban su marcha. Semejante peligro sólo podría ser enfrentado por verdaderos profesionales.

Los que nunca recibían un pelotazo eran los de la ’79, la categoría favorita del club. Al talento del Tokio se sumaba la velocidad del Kity, la personalidad del Raulo y la potencia de un gordo cuyo nombre no recuerdo. En aquel partido fatídico faltaron los tres pilares y los chicos de la ’80 tuvimos que reemplazarlos. Se jugó en Ciudadela, cerca de los cuarteles. El resultado fue catastrófico: 16 a 0.
La historia del club que vio nacer al Cacho Borelli, defensor central que integró el plantel de la selección que jugó el mundial ’94, no recuerda un resultado más bochornoso.

Malevos que ya no son


Por las mismas razones por las que los desencuentros amorosos resultan más poéticos que los romances bienaventurados, los malevos en el tango están predestinados al infortunio.

El primer caso es ya una verdad de pedregullo. La canción “qué bien me llevo con mi novia” es pobre, previsible y empalagosa. Tal es el caso de aquel que ha caído por primera vez en un enamoramiento y, a causa de tal estado, la gente en la calle le parece más buena: “La felicidad que me dio tu amor hoy hace cantar a mi corazón” no parecen los versos más logrados de la poesía contemporánea. Por el contrario, los desengaños, la desesperación y la angustia han sido mucho más generosos con la inspiración artística.

Claro que este ejemplo no es prueba suficiente de nada. Es evidente que si Evangelina Salazar abandonara a Palito en medio de adulterios y humillaciones, el ex gobernador de Tucumán no escribiría nada muy distinto a la constante que atraviesa su obra (podría ser algo así como “La tribulación que me dio tu partida hoy hace llorar a mi corazón”, versos que serían acompañados por alguna referencia a lo mezquina que le parece al autor la misma gente que otrora le parecía más generosa). Es decir, en este caso, la pobreza de la prosa no depende de la presencia del éxito o el fracaso como tópicos de la canción sino en la ausencia de talento en el compositor.

Aún así, la derrota ha estado siempre por encima del triunfo en la creación artística. No vamos a hacer un listado exhaustivo, pero a este escriba lo conmueve más Garúa que cualquier pelandrún que lleva a su novia a pasear al jardín japonés.

Lo mismo sucede en los arrabales. La guapeza, lejos de ser condición eterna de quien la detenta, es siempre perecedera. El maleante está invariablemente sentenciado a una derrota que puede adoptar diferentes formas: la pérdida del valor, la humillación frente a los pares, la cárcel o la muerte.

En Malevaje, el pendenciero que se ve “perdiendo el cartel de guapo que ayer brillaba en la acción” por los favores de una dama termina confesando: “Ayer, de miedo a matar en vez de pelear me puse a correr” y remata “si yo que nunca aflojé de noche angustiao’ me pongo a llorar”.

El mismo Ventarrón, “el malevo mentado del hampa”, “el más taura entre todos los tauras”, deja Pompeya y durante largos años va gastando sus guapezas para volver “sólo triste y casi enfermo, con sus derrotas mordiéndole el alma” a buscar la fama que otro ya conquistó.

El Tigre Millán es quizás uno de los casos más patéticos: “Mala suerte, pobre Tigre, siempre tuvo en cuestiones de escolasos y de amor”. El desdichado no solamente no fue beneficiado por la creencia popular (que sugiere que la suerte en el juego mantiene una relación inversamente proporcional a la fortuna en el amor, de manera que todo el mundo goce de cierta dicha en uno u otro rubro) sino que, al final, lo terminan haciendo boleta por la traición de su cortejada.

La desdicha de aquel que fue y ya no es se impone como musa privilegiada en los relatos sobre la bravura. Tal como sucede con el amante frustrado frente al que camina de la mano de su pretendida, la imagen del compadrito llorando es mucho más perturbante que cualquier otario vociferando que es el más rudo de su barrio.

El problema es que uno puede andar fracasando indefinidamente en sus amores y en sus duelos a cuchillo y nunca escribir cuatro líneas respetables. Así como uno puede clavarse un LSD todas las mañanas y nunca componer Sargent Pepper’s. Suponer lo contrario (es decir, que el fiasco garantiza la creación) es ciertamente peligroso. Ahí andan tipos con pretensiones artísticas intentando conquistar amores imposibles para luego hacerse abandonar, tajeando dos o tres maulas en los suburbios para ganarse el mote de malevo y autodenunciarse a la cana o quemándose la cabeza con drogas alucinógenas.

Al menos podemos especular con que Discépolo hubiera renunciado a escribir Chorra a cambio de los encantos de la hija del guerrero malandrín y estafador.

Las runflas persistentes

Mi infancia tuvo un potrero a dos cuadras de su casa.

Claro que ya nadie lo llamaba de tal manera. A más de un siglo de la deserción equina en Ramos Mejía, las extensiones de tierra reservadas a caballos y potros habían evolucionado hacia plazas y canchas de fútbol. De manera que ya ninguno de nosotros llamaba potrero a la canchita Costa, aunque tampoco nadie sabía a qué Costa refería su nombre.

Fenomenológicamente, esa marginalidad en el mote retumbaba sobre la esencia de la plaza. Las palabras son las cosas. Frente a los imponentes próceres José de San Martín y Bartolomé Mitre que procuraron su nombre para la plaza céntrica de Haedo y Ramos respectivamente, la canchita Costa tomaba prestado el apellido de un ser ignoto de existencia incierta.

La geografía tampoco le fue favorable: el despliegue de la plaza bordeando las vías del ferrocarril la convertía en un espacio ciertamente peligroso. Esas vías fueron mis pantalones cortos. Durante mucho tiempo tuve prohibido cruzarlas sin la presencia de mis viejos. Aunque la norma fue muchas veces transgredida, la preocupación materna tenía su motivo: pocas semanas después de mi llegada al barrio el tren había arrollado a un pibe, “el grillo”, que corría en búsqueda de una pelota perdida.

Quizás fue aquella anécdota la que dio nacimiento a uno de los juegos más practicados en la canchita: tirarle piedras a los trenes. Pero no a todos los trenes, sino sólo a los de carga. Los códigos del barrio reprimían verbal y hasta físicamente a los idiotas que osaban apedrear a un tren de pasajeros poniendo en riesgo a los viajeros del ferrocarril. El único blanco permitido y casi obligatorio eran los vagones de carga. Los partidos de fútbol llegaban a interrumpirse ante el paso de un tren que se imponía como blanco de nuestra puntería.

Es posible que la muerte del grillo no haya tenido relación con la práctica de este esparcimiento. Incluso es probable que el juego sea anterior al accidente. Nunca quise averiguarlo, me gusta pensar que fue aquella tragedia lo que engendró en los pibes del barrio aquel odio hacia los trenes.

La ausencia de cuidados municipales, placeros y entidades oficiales hacían de la canchita un espacio de autogestión que los cooperativistas envidiarían. Los pibes y los grandes trabajábamos mancomunados: cortábamos el pasto, plantábamos árboles, pintábamos los pocos juegos que había y manteníamos la cancha.

Los grandes eran un grupo de vagos liderados por el Caio, un flaco alto de rulos copiosos que se dedicaba a la compra y venta de sustancias ilegales. El dealer de la canchita.

Cuando a mis quince años el Caio me vio incursionando en el tabaco me sacó los cigarrillos, me los rompió en la cara y me dijo: “sos un pendejo de mierda que no se sabe limpiar el culo y querés andar fumando”. Dejé de fumar, al menos, a la vista del Caio.

Hace unos meses un grupo inversor presentó un proyecto para construir un complejo de edificios en aquel lugar. El predio que en la década del ‘70 había sido cedido al gremio de La Fraternidad para un plan de viviendas que nunca se concretó y que, abandonado, los lugareños convirtieron en plaza, era ahora comprado por una empresa para negocios inmobiliarios.

La noticia dividió las veredas de los vecinos entre los tilingos que celebraban la obra que iba a “dar vida al barrio” y los románticos empedernidos que no querían ceder el espacio verde, un verde que ya había cubierto los caños oxidados del sube y baja y crecía por las ranuras entre las maderas de las calesitas.

El abandono era el argumento perfecto para los entusiastas del negocio inmobiliario, o, mejor dicho, la treta para sacarse de encima a las runflas persistentes que se montaron en carpas y organizaron festivales.

No sé a qué resolución llegaron las sucesivas asambleas, pero apenas aparecieron unos pilares de cemento en la cancha, el Caio y otros tauras se los tiraron a la mierda. Los pibes de la canchita nunca fueron respetuosos de las formas democráticas.

Anoche pasé con mi hermano por ahí y me encontré con el sube y baja restaurado (atado con unos alambres provisorios, pero restaurado), árboles recién plantados, una nueva cancha de tierra, olor a pasto cortado y al Caio y sus fieles fumando al costado de la vía.

La empresa constructora no volvió a aparecer por el barrio. Algunos dicen que teme correr la misma suerte que los trenes de carga.

La puntería sigue intacta.

Por un segundo despertar

La siesta es una arraigada costumbre que recorre de punta a punta toda nuestra geografía adoptando las más diversas formas y características según el sujeto que la practique. He aquí un pequeño inventario de tan saludable tradición que, dada la multiplicidad de variables existentes, no se pretende exhaustivo.

Una clasificación topográfica indicaría que son las provincias del centro de país, con sus climas calurosos y su ritmo sin sobresaltos, las que más alientan la realización de descansos diurnos. En Santiago del Estero el horario de la siesta está determinado con tanta precisión como el del trabajo.

Pero más allá de este ideal, existen otras variables que conviene diferenciar. No es lo mismo “echarse una torrada” en la febril turbulencia porteña que “descansar las piernas” en el amplio horizonte agrícola y ganadero de la Patagonia. En el primero, el espacio desmesurado y enloquecedor no permite la necesaria concentración en uno mismo que requiere una siesta propiamente dicha. De hecho, en Buenos Aires nadie viste pijamas para tal ocasión. En el segundo, el cotidiano itinerario detrás de vacas y maquinarias sólo deja lugar a breves descansos bajo la sombra de un roble. Por lo tanto, allí las siestas se camuflan bajo diferentes formas: torradas, tiradas, echadas, dormidas, entre otras.

No obstante, la multiplicidad de figuras en las que se presenta la siesta no impide encontrar un denominador común que postulo como tesis de este escrito: la siesta es un acto a realizar, un cometido, y no una mera determinación que viene dado al hombre por la naturaleza o por el sistema social. Es más, la siesta escapa a las imposiciones según la cual se come de día y se duerme de noche. La maquinaria social no sólo no necesita sino que desalienta las dormidas diurnas.

Sin embargo este sentido subversivo de la siesta sólo se constituye a lo largo de los años. Cuando uno es niño, la siesta es básicamente un momento de retención de parte de los adultos realizada sobre los menores a través de severas amenazas (“si no te dormís te pego un cazote”) o indecorosas recompensas (“si dormís un ratito te compro un topolino”). Incluso en el jardín se obliga a dormir a los infantes sobre los bancos bajo el chantaje de no dejar tocar los bloques a quien se resistiera. Más aún, mi madre llego a hacerme simular descansos para poder dormir a mi hermano.

Por lo tanto, la siesta sólo alcanza su verdadera condición llegada la juventud y la adultez, cuando se realiza a voluntad y a expensas de la figura del poder: en el colegio en medio de una clase sobre logaritmos, o ya en el trabajo, en una larga visita al baño. Allí los minutos de la siesta se le roban a los tiempos de dominación.

La siesta no es un momento de inactividad, como podría suponer cualquier alma superficial. Se trata de un acto conciente contra las formas mercantilistas que miden el tiempo en términos de costos y beneficios. La siesta viene a romper con la lógica del capital que necesita que el obrero descanse de noche para reponer su fuerza de trabajo para el día siguiente. La siesta del trabajo es una lucha silenciosa contra el patrón por una porción de la plusvalía. La siesta en el colegio permite desoír el discurso de las maestras gordas y patilludas. La siesta en momentos de ocio nos desenchufa de la máquina de consumo reproducida en la televisión.

Por lo tanto, en la lucha por un segundo despertar, ¡perezosos del mundo, uníos!

Contra el otoño y la mar en coche

El otoño es detestable.

Esta afirmación no tiene ninguna pretensión poética. No se trata de la tristeza de las ramas desnudas, ni del crujir de los pasos sobre las veredas. Sobre eso ya habrá escrito algún adolescente bloguero con intenciones (desacertadas) de despertar la atención de alguna dama.

Yo me refiero a algo más mundano. El otoño fastidia por su absoluta indefinición climática. Ni muy muy, ni tan tan, ni chicha ni limonada, ni chomba ni pulóver. Es incómodo, molesto. Uno no sabe como combatirlo.

Contra el invierno uno la tiene clara: mucha lana sobre lana sobre (eventualmente) el suplemento Clasificados de Clarín protegiendo el pecho, guantes (de lana), el pantalón pijama debajo del jean (les juro que mi hermano lo usa), estufa, bolsita de agua caliente a los pies de la cama y doble par de medias.

Contra el verano también las instrucciones son precisas: ojotas, shortcito y permanencia inanimada frente al ventilador (los guapos no tenemos split). Y hasta la primavera tiene la indumentaria propia: remera, saquito y jean celeste clarito.

Pero el otoño no. El otoño se escapa a cualquier determinación. La mal llamada “Temporada otoño-invierno” es una de las mentiras más escandalosas de la moda. La ropa de “otoño-invierno” es de invierno. ¡Andá a ponerte esos gorritos de lana para ir a pasear el primero de mayo! ¡A las tres de la tarde vas a estar transpirando las últimas gotas previas a la deshidratación! Por algo a la supuesta ropa de otoño la llaman “de media estación”. Porque el otoño no es una estación. Para llegar a ese rango debería definirse, puntualizarse, establecer un rango de precipitaciones promedio, de temperaturas regulares. El otoño es una nebulosa indefinida, inestable, inclasificable e incognoscible.

Es como el kirchnerismo, donde uno no sabe bien donde queda parado. Donde cada juicio de valor tiene que ser acompañado de siete “peros” y doce “aunques” que no lo dejen pegado a lo que uno no quiere pegarse.

Con el menemismo no teníamos problema. Era todo más fácil, al pan pan y al vino vino. Vos de allá, yo de acá. Y yo de acá, de esta vereda, te entro a cagar a piedrazos a vos que estás en frente. Yo no soy vos y vos no sos yo. Es más, vos sos lo que no me deja a mí ser yo (teléfono para el politólogo de moda). Así que ¡tomá! (otro piedrazo).

Pero con el kirchnerismo se nos complicó. ¿Dónde estaba mi vereda? ¡Ah! ¡Acá está! ¿¡Ops!? ¿Pero que hace este en mi vereda? ¿Y este otro? ¡Correte che! ¿Y a dónde apunto las piedras? Sí, sí, a Daniel le apunté, pero ¿mirá si le pego a Estela que está ahí al lado?

Y ahí te agarra la nostalgia por los ’90. Porque la verdadera inseguridad que aqueja al país es la de no saber donde se está parado, con quién, qué vereda es de cada cual y qué hace semejante engendro en la tuya. La incertidumbre sobre lo que las cosas son. Porque las cosas ya no son.

Yo sospecho que es esta misma falta de certezas la que acuñó el lamentable latiguillo “Es como que”. Las cosas nunca son en sí mismas sino que son con referencia a otra cosa. “Es como que tengo frío”. ¿Qué? ¿Tenés frío o tenés otra cosa que es equivalente a tener frío? ¿Y si tenés esa otra cosa, por qué no la decís directamente en lugar de trazar paralelismos inconducentes?

Los diccionarios posmodernos deberían escribirse más o menos así:

Automóvil: m. Es como que es un vehículo movido por un motor de explosión o combustión interna destinado al transporte terrestre.

¡Basta! ¡No es posible vivir sin definiciones! ¡Necesitamos que las cosas sean, no que sean como si fuesen!

La iglesia católica fue la primera en advertir este problema y cuando tuvo que decidir la sucesión de Juan Pablo II dio el paso que necesitábamos. No era factible mantener un papa con cara de bueno que se reuniera a charlar con Fidel y lo recibieran con honores en Cuba (¡correte de mi vereda!). Nos confundía, nos desorientaba (bueno, también visitó Chile bajo la dictadura de Pinochet y condenó al amigo Ernesto Cardenal por ocupar un cargo de gobierno en la Nicaragua Sandinista. Digo, para no confundirnos tanto).

Así que fallecido el Juan Pablo II llegó Joseph Ratzinger y se terminó con este embrollo: un Papa con cara de alemán malo, defensor de las posiciones más duras y conservadoras y crítico de las perspectivas teológicas más liberales y relativistas. ¡Así sí! ¡Así podemos dividir aguas!¡Vos de allá y yo de acá! ¡Y ahí va! (otro piedrazo).

Nunca, nunca

En mis veintitantos años no he concurrido nunca a una fiesta de casamiento. No he visto jamás las gracias orgiásticas del juego de la liga, el arrojo desenfrenado de las solteronas hacia el ramo prometedor, las vergonzosas borracheras de los tíos con la corbata haciendo de vincha, el trencito cansino de las cuatro de la mañana, el paso desventurado de los cincuentones con la música electrónica y el de los veinteañeros con el Club de Clan. Nada.

Lo lamentable es que, humildemente, estoy convencido de que los casamientos que se realizan en mi ausencia (hasta el momento, todos) se están perdiendo un gran invitado. Esos que están en la cresta de la ola y que, cuando la ven tambalear, se cargan la fiesta al hombro al grito de “¡que no decaiga!”. Los que sacan a bailar a las tías de más de 90 kilos. Los que en el carnaval carioca obligan a los retraídos a ponerse la máscara de peladonarigónconbigotes y acusan de amargos a los gritos y con ademanes a los que se quedan sentados. Los que en el vals bailan al ritmo del dos por tres sin mariconear ni alegar la falta de destreza en el género (¿cómo no van a saber bailar una danza que consiste en aproximar el pie izquierdo al derecho para luego alejar este último en dirección contraria y que sea el izquierdo el que esta vez se aproxime… y así sucesiva y regularmente?). Ese tipo de invitado soy (sería) yo. Pero no he podido desarrollar todo ese parrandero potencial.

El año pasado una tarjeta blanca y radiante cayó en mis manos:

“Mariano y Andrea participan a usted su enlace y le invitan a presenciar la ceremonia religiosa que se efectuará en la estancia Los Cipreses el día 2 de marzo de 2008.
Los novios saludarán en el atrio”


Mi karma tenía fecha y lugar de vencimiento. Guardé la invitación celosamente y me dispuse a esperar.
Entre la noticia y la esperada fiesta vi a la pareja en cuestión en tres oportunidades. Las tres veces me quedé preocupado. Hablaban de los preparativos, pero había entre los dos una barra de hielo, una plancha de acero. Detallaban la reserva del salón, el contrato de unos músicos cubanos y la suelta de mariposas blancas como quien prepara los trámites para sacar la cédula de identidad en la policía. La falta de entusiasmo que demostraban me hacía pensar si toda la libido prematrimonial no estaría siendo encauzada fuera del tarro.
Mis sospechas se confirmaron tres meses antes de la boda: las inquietudes sexuales de ella y la resistencia de él a casarse disfrazado de alce resultaron en la cancelación del sacramento.

Lo más curioso es la reacción de mis interlocutores ante la confesión de mi inexperiencia absoluta en casorios. Veamos tres casos:

CASO 1
YO-
Nunca fui a un casamiento
INTERLOCUTOR -
¿Pero nunca, nunca?
¿Qué quiere decir nunca, nunca? Acaso nunca, nunca es más nunca que nunca. ¿Hay más nunca que nunca? Cualquier otro adverbio de tiempo lo invalida. Desde el a veces al siempre. Quiero decir, si yo hubiese ido al menos una vez a un casamiento la validez de mi enunciado quedaría anulada y debería ser reemplazada por Sólo fui a un casamiento. Si fui a más de un casamiento la reemplazaría por Sólo tuve algunos casamientos. Entonces, ¿qué es nunca nunca? ¿Qué respuestas supone? ¿Qué tengo que decir ante esa pregunta?
- Nooo, bancá, para la moto, bajate del caballo, aguantá los trapos. “Nunca nunca” (es decir, doble nunca) nooo, sólo un “nunca” (nunca simple).
Entiéndanlo, nunca es absoluto, cero, nada, jamás. Cualquier intento de redoblar el nunca es ilógico. No pregunten absurdos, estamos hablando de un tema serio.

CASO 2
YO-
Nunca fui a un casamiento.
INTERLOCUTOR - Naaaa (nótese la irritable fonética),
no puede ser. Habrás ido de chiquito y no te acordás.
Ante semejante aseveración prefiero guardar silencio porque lo justo sería surtir a mi escucha. ¿Alguien puede pensar que voy a realizar semejante confesión sin haberla corroborado con mis progenitores? Me ofende, me insulta. Les reproduzco este diálogo a modo de ejemplo:
YO-
Pero a alguno tuve que haber ido, ma. ¿El de la tía Estela con Rodolfo?
MADRE - Cuando la tía Estela se casó estábamos peleadas porque el ladrón de Rodolfo le cagó guita a papá para poner un video club en William Morris. No íbamos a ir a una fiesta pagada con una estafa.
YO- ¿
Y el de Humberto, el primo de papá?
MADRE-
¡Está juntado! Dos meses antes de casarse la embarazó a Emilce y se patinó la guita de la boda al punto y banca.

CASO 3
YO-
Nunca fui a un casamiento.
INTERLOCUTOR -
Pero, ¿vos tenés amigos?
¡Sí, pedazo de infeliz!
El problema no es la falta de amistades, sino sus condiciones económicas, culturales y políticas.
Por un lado están los lúmpenes sin un morlaco ni yerba de ayer secándose al sol. Se trata de caballeros bien dispuestos pero imposibilitados de casorio por dificultades monetarias.
Por otro, los solteros de militancia garufa. Como es popularmente sabido, los ranas del barrio la Mondiola (¡pucha que sos divertido!) no son aficionados a las nupcias.
Y por último, los marxistas leninistas trotskistas para quienes el matrimonio es la célula económica primaria de edificio capitalista.

Dime con quién andas y te diré a cuántos casamientos fuiste.