Orillas



La vía del Roca arranca en Haedo, costea las localidades de Ramos y San Justo, y se pierde hacia el sur hasta terminar en Temperley. Los bordes de la vía van dibujando paisajes casi litoraleños, como si cumplieran el papel de los márgenes de un río ausente en todo el oeste del conurbano. El tren, con su locomotora diesel, sus cuatro vagones y su escasa frecuencia, no perturba la fantasía orillera.

El comienzo en el centro de Haedo es quizás la franja más pintoresca, con bancos de plaza, plantas florecidas, grandes lámparas blancas que iluminan el pasto cortado con regularidad y algunos deportistas que corren en ida y vuelta constante.

A pocos metros, más lejos de los celos municipales, empieza la plaza de Pitico, un flaco alto que vive frente a las vías y fue compañero mío durante la primaria. Después de repetir varias veces cuarto o quinto grado, Pitico armó una pyme con la hermana mayor. Cortaron el pasto del terreno lindero a la vía, alambraron un pequeño perímetro y pusieron un par juegos y una tarifa de dos pesos la entrada. Privatización del espacio público a comienzos de la década del noventa, unos vanguardistas. La empresa familiar se consolidó y ahora tienen una especie de mini parque de diversiones de doscientos metros de largo por cuatro de ancho, un pasillo.

Antes de llegar a Ramos, la geografía toma de a poco su aspecto ribereño. Las calles de tierra que corren a ambos lados de la vía tienen una sola vereda con todas sus casas con vista a la ribera imaginaria. A lo largo de las cuadras, largas hileras de sauces enormes dejan caer las ramas casi hasta el suelo. Y cada tanto, cuando los márgenes se ensanchan y los árboles dejan un hueco, se clavan dos arcos, se determina el perímetro y queda armada una cancha de fútbol. Mi generación vio nacer (y caer) muchas promesas de cracks en esas canchas.

A la altura de Ramos la vía divide esta localidad de la de Villa Luzuriaga. Ramos, la dama blanca del oeste con sueños de Palermo, hace equilibrio al borde del río y mira de reojo del otro lado, Matanza adentro, como un vecino que cuida que las ramas del árbol lindante no crucen la medianera. Pero a pesar de la mirada vigilante, a orillas de la vía el paisaje se confunde de uno y otro lado. Sauces, fútbol y pinos. Más adentro, alguna que otra parrilla con mesas y sillas de madera se planta entre alambrados. Al lado de la parrilla, una cancha de bochas alisada a pulmón, después otra mesita redonda de material y, más adelante, dos o tres cuadras relegadas y solitarias. Y cuando parece que la vía desemboca en un baldío, empieza de nuevo otra hilera de árboles viejos y altos, los pibes en banda y las plazas angostas.

De superpoderes y tinta china

La teletransportación es el superpoder al que cualquier mortal debería anhelar. Es cierto que algunos preferirían la invisibilidad, pero se trata de una elección inmadura y poco meditada. La posibilidad de hacerse invisible puede parecer atractiva a los doce años, cuando uno hubiera vendido su alma al diablo por entrar al baño de damas del colegio sin que lo vieran. Pasada esa edad, presenciar una escena sin ser visto no tiene ninguna gracia. Sí, está bien, podés hacerle un chiste a tus amigos, una, dos, tres veces. A la cuarta te aburrís o te aciertan una trompada tirada al aire.

En cambio, la teletransportación es un poder tremendo. De buenas a primeras te arregla de raíz todo el problema de tránsito. Que Pueyrredón es mano para acá, que es mano para allá, que ponemos carriles exclusivos, que ensanchamos General Paz… basta. Teletransportación para todos (nota para el Gobierno de la ciudad). Te meten en una cabina, sacás uno setenta y cinco, te desintegrás en un punto (ponele, la estación de Retiro) y te reintegrás en el otro (ponele, Necochea). Así pensado, sin embargo, estamos más cerca de un servicio público que de un superpoder, pues la universalización de un poder es lo que le hace perder su condición de “súper”.

Pero además de estos poderes de superhéroe, existen también otro tipo de capacidades más mundanas pero fuera del alcance de la mayoría de los hombres. Me refiero, en este caso, al dibujo. Quien alguna vez viera algún garabato hecho por quien escribe sospecharía que el autor sufre de discapacidades motrices (o mentales). Por esta razón, acudimos al trazo milagroso de una mano amiga y le encargamos la realización del pequeño ventarrón ilustrado.

Rivito mojó sus pinceles en tinta china y acrílico, los esparció sobre el papel para acuarelas y nos regaló el tremendo retrato, versión criolla de Dorian Gray. Pavada de superpoder, ahora tenemos juventud eterna.

Noche calma sobre el río

El juego empezaba después de la cena, pasadas las diez de la noche, mientras mi vieja lavaba los platos o atendía a mis dos hermanos menores. Mi hermana mayor y yo nos acostábamos en el sofá del living, cada uno con la cabeza sobre el apoyabrazos de cada extremo. Mi viejo se acomodaba frente a nosotros, agarraba la criolla y arrancaba en Re mayor.

Noche calma sobre el río,
sueño trabajo y querer.
Ya va el pescador curtido
recogiendo el espinel.


La cadencia litoraleña nos entrecerraba los ojos pero nos manteníamos despiertos, atentos al ritual, pues si cedíamos al sueño nos perderíamos la mejor parte.

Allá en el rancho la madre
mece con tierna emoción
una cunita de sauce
entonando esta canción.

Cerrábamos los ojos y seguíamos atentos al devenir de la melodía. De fondo se escuchaba el ruido de los platos chocando con las ollas o el llanto de mi hermana menor. Mi hermano siempre se dormía apenas terminada la cena. Mi viejo dejaba los tonos mayores para prometer ahora en Mi menor.

Gurisito costero duérmase.
Gurisito costero duérmase.
Si se duerme mi amor
le daré chalanita de ceibo
collar de caracol.


La chalanita es una embarcación muy chiquita de fondo plano que usan los pescadores en aguas poco profundas. No creía que mi viejo fuera a cumplir semejante promesa ni había un río cerca de mi casa en Ramos Mejía, pero me gustaba imaginarme aguas adentro en mi chalana y a mi hermana bailando con el collar de caracoles en la orilla.
Máxima expectativa. Simulábamos habernos rendido ante el sueño y cada tanto nos mirábamos de reojo entre risas contenidas. Con las manos nos cubríamos la panza y nos retorcíamos esperando lo inminente.

El niño ya se ha dormido
la luna salió a mirar
hamacándose en las aguas
por entre el camalotal.

La risa juega y el canto
parece que viene y va.
En eco dulce se pierde
por el río Paraná.


Gurisito costero duérmase.
Gurisito costero duérmase.


Mi viejo se quedaba repitiendo estos últimos versos una y otra vez, cada vez en tono más bajo, hasta susurrarlos con la voz casi imperceptible. Gurisito costero, duérmase. Aún con los ojos cerrados, mi hermana y yo ya casi no podíamos contener la carcajada. La farsa de nuestro sueño era insostenible. Mi viejo dejaba de murmurar, tocaba algunos arpegios, inflaba los pulmones y soltaba un grito atronador…

¡Duérmanse carajo!

El susto nos arrancaba una explosión de risas, nos revolcábamos en el sofá y pedíamos, una vez más, un bis.

Duerma, duerma mi amor,
crecerá junto al río mi cielo.
Será buen pescador.


Puente

El colectivo nos dejó sobre General Paz, a pocos metros del puente peatonal que baja a Rivadavia. La bajada del puente consta de tres rampas de unos quince metros de largo. Los descansos, entre rampa y rampa, trazan un codo en forma de “u” por el que los peatones giran ciento ochenta grados para seguir la cuesta siguiente en dirección opuesta a la anterior.

Primera rampa

Habíamos bajado del colectivo juntos y yo la seguía, sobre la primera rampa, a un metro de distancia.

– Un metro es muy poco -, pensé. Necesitaba una distancia algo mayor, dos metros, para que el giro que ella hiciera al comenzar la segunda rampa me encuentre a mí aún en la primera. Así, sus primeros pasos por el segundo tramo del puente coincidirían con el final de mi camino por el primero y estaríamos, por pocos segundos, frente a frente. Hice mi paso más lento y dejé que me aventajara.

- Permiso - dijo la voz impaciente del que me seguía en la fila.

Simulé no haberlo escuchado y me mantuve firme en medio del camino, sin dejar paso por mis costados.

- Permiso - insistió, ahora con la mano apoyada sobre mi hombro. Me di vuelta y lo miré con reprobación. Me hizo a un lado, pasó por mi izquierda y en el primer codo, entre rampa y rampa, empujó a mi perseguida y la aventajó también. Ella hizo un gesto de fastidio con los labios y giró con la vista clavada en el piso.

Segunda rampa

Con paso más seguro y decidido a enfrentar con más audacia el segundo codo volví a ponerme a dos metros (la distancia ideal) de ella.

- ¿Vos subiste conmigo en Saavedra?- podría decirle con soltura y aprovechar los hilos que se desprendieran de su respuesta para anudarlos en una primera charla trivial. Sí, algún comentario intrascendente, pero frente a frente, en el codo en forma de “u”.

Con paso algo más ligero, encaró el segundo descanso, entre la segunda rampa y la última. Yo alargué mis pasos y me mantuve a sus espaldas. Se metió en el rulo y lo resolvió con elegancia en unas pocas décimas de segundos, con la vista ahora clavada en el final del puente, sobre Rivadavia. No dejó ni una grieta donde yo pudiera meter mi pregunta estúpida.

Tercera rampa

Se adelantó. Yo caminé más lento y metí la mano en el bolsillo buscando monedas para el 96 mientras la veía bajar el último tramo del puente. Se ajustó la bufanda y apuró el paso. El gorro de lana le tapaba las orejas y los guantes negros remataban su perfecto tono invernal.

Abajo la esperaba, de frente, el tipo que siempre, siempre, llega antes.

Llegó mi compañera, Santander de Batunga

Entró empapada.

- Una que se olvidó el paraguas- solté, así, sin personalizar.

- No uso- me contestó, desafiante y orgullosa de su trivial rebeldía.

Llevaba un jean desgastado, cortado con metódica desprolijidad antes de los tobillos, unas topper negras y una remera con las mangas largas estiradas casi hasta la punta de los dedos. Toda mojada.

- Hace calor, me seco mientras bailo- dijo y me clavó los ojos, como un boxeador que acierta el primer golpe y espera la reacción de su rival.

Acusé recibo, apuré mi porrón de medio litro y la agarré de la cintura.


Cantares

A la vuelta de mi casa, sobre Avenida de Mayo, vive Omar Mollo, el rockero duro que encontró en el tango un terreno más prometedor: editó dos discos, pegó un premio Gardel y ligó giras por los mercados arrabaleros de tierra afuera.

No quiero obstinarme contra el bueno de Omar que, además, me cae de diez (va al mismo supermercado que yo y anda siempre de ojotas y bermudas camufladas, un encanto). Pero escuché sus discos y algunos vicios me dispararon una idea que hace rato me viene dando vueltas.

A Julio Sosa le tenemos un cariño y un respeto absoluto. El tipo se hizo bien de abajo: fue vendedor ambulante, podador municipal de árboles y repartidor de una farmacia. La tuvo dura. Y grabó su primer disco en el peor momento del tango: en la década del sesenta los cabarets se cerraban, el trabajo escaseaba y el tanguero era una especie de pieza de museo mantenido a través de conservantes, viejo y con peluquín. En ese contexto, llegaban los Beatles (o su versión uruguaya, los Shakers) y se comían crudo a todo lo que olía a naftalina. Y Julio Sosa bancó la parada: mucha facha, traje oscuro y voz potente. Levantó el muerto, le pegó una sacudida y convocó multitudes. En el ’64 se la dio con el auto cuando volvía de dar un recital y no la contó más. La leyenda dice que esa noche cerró el show con el tango “La Gayola”, cuyos últimos versos dicen “pa’ que no me falten flores cuando esté dentro del cajón”. Cincuenta mil personas fueron al velorio.

Si no nos peleamos con Mollo, menos nos vamos a pelear con el varón del tango. Pero la herencia de Sosa fue demasiado pesada. Los cantantes de tango sienten el deber de hacerse los machos. Y cuánto más recios, mejor. Las cualidades vocales no importan tanto, hay que desabrocharse los primeros tres botones de la camisa, mostrar el pelo en el pecho y poner cara de rudo. Aún cuando se canten mariconeadas. “Te suplico que no vengas a turbar mi dulce paz/ que me dejes con mi madre, que a su lado, santamente/ edificaré otra vida, ya que me siento capaz”… no suena muy varonil.

Con Goyeneche pasó algo similar. El polaco era un cantante tremendo, con una voz increíble adornada con un fraseo exquisito. Las primeras grabaciones del polaco son una belleza inigualable. Sin embargo, el Goyeneche más escuchado y más imitado es el de los últimos años, ese que a medida que el asma le dejaba menos aire, más tenacidad le ponía al fraseo. Manejaba los silencios, los acentos, arrastraba algunas palabras o susurraba algún verso. Decía el tango, más que cantarlo.

Por eso mismo los goyenechistas de hoy se preocupan tanto por los recursos actorales hasta el extremo de lloriquear sobre el escenario. Una exageración que, además, olvida al mejor polaco. Y de esta manera, cuando cantan “Te quiero siempre así, estás clavada en mí como un puñal en la carne” gritan desaforados como si efectivamente les estuvieran clavando un tramontina en una gamba. Bajen un cambio muchachos. Van a terminar volándose los sesos con “ni el tiro del final te va a salir”. Y esa vez el tiro va a salir.

Toda la sarta de lugares comunes tangueros se plasmaron en “Así se canta”, una porquería de canción que recomienda entonar con un nudo en la garganta y hasta sugiere que así cantaba Gardel. Una pelotudez. Gardel cantaba, esencialmente, bien. No lloraba, no tosía ni enfatizaba las letras con gritos escandalosos. Afinaba y tenía una voz privilegiada, punto. Lo demás es pura espuma.

Una calle sin hablar



En la esquina de Avenida de Mayo y Rivadavia, sobre la plazoleta, ayer a las siete de la tarde se juntaron unos veinte tipos. No cantaban, sólo aplaudían con ritmo regular y mostraban a los transeúntes unos pocos carteles. Inocente, me acerqué.

“Basta de muertes”, decía una cartulina blanca sostenida por una cincuentona de pantalón ajustado. Esto es genial, ¡una marcha por la inmortalidad! No he visto causa más digna y poética - pensé. ¡Tremendo rubia! Somos seres para la muerte, no hay injusticia más grande, ¿dónde firmo?

“Nos están matando”, expresaba otro cartel. Ah, no… pará la mano. Esto no es poético, es literal. ¡Los están matando acá mismo! Con razón son tan pocos. Eran cien, les mataron ochenta, quedaron estos veinte. Esto es terrible, pobres tipos. Amigo, ¿quiénes los está matando? ¿Dónde están los ochenta cadáveres? ¿Por qué no huyen?

Seguridad, seguridad, seguridad”, señalaba insistente la última pancarta. Ah, ya entendí. Perdón, estoy un poco confundido. Permiso, permiso, me tengo que ir.

Ramos Mejía, puta triste del conurbano, que mal te queda la pilcha cuando te disfrazás de Palermo.


* A falta de una foto actualizada, contamos con esta imagen de la misma esquina en 1930.

Tranca Diego

Este blog banca a Riquelme. Román es un tipo futbolero, habla de fútbol, mira fútbol y transpira fútbol mucho más que ese hijo único y malcriado que corre a doscientos kilómetros por hora y se la pasa jugando la play. Román banca mucho más que ese nene durante la definición por penales del último mundial se quedó en el banco de suplentes sólo y caprichoso con la mirada clavada en el piso mientras sus compañeros transpiraban sangre con cada parada del arquero Lehmann.

Román se crió con nueve hermanos en una villa de Don Torcuato. Tiene la mirada esquiva, la cara pecosa y un porte no apto para publicidades de Stork Man. Y celebra los goles con una expresión cautelosa y discreta que exaspera a los chauvinistas que se comen los comerciales de Quilmes en cada mundial. Nada coreografías, de carnaval carioca ni de gestos ampulosos. Uno a cero, cara de naipe, grito pelado y a sacar del diome, punto.

Aclarada esta cuestión, la renuncia de Riquelme es un gran alivio para este escriba. Nuestro bielsístico gusto por el juego vertiginoso más que por la cautela especulativa y el toque para los costados no es compatible ni con el fútbol ni con los caprichos del enganche boquense. Así que ahora, sin esa piedra en el zapato, le armamos el equipo al Diegote con vistas al mundial próximo.

Carrizo al arco, por grandote, por seguro y por porte de apellido. Abajo, línea de tres: Demichellis, Samuel y Coloccini (cuya peluca es clave para la estética de un equipo con aspiraciones mundialistas, aunque seguimos sin tener un jugador con barba). Ya nos enseño Richard Lavolpe que la línea de cuatro murió cuando se retiró el último wing, así que metemos tres bien paraditos al fondo, doble cinco y dos carrileros con buena vuelta.

En el medio, el eje central: Mascherano- Gago. Javier se retrasa cuando hay que armar línea de cuatro y raspar; Fernando se adelanta con paso elegante para manejar los hilos que dejó sueltos Román.

A los costados del eje, los dos carrileros: Jonás Gutiérrez por izquierda, Maxi Rodríguez o Angelleri por derecha. Mucha ida y vuelta, que se note la zanja a los costados de la cancha cuando termina el partido.

Arriba, dos medio puntas/delanteros por los costados, Messi por derecha/ Tévez por izquierda, y un nueve definido: el pipita Higuaín o (batacazo) el jardinero Cruz. No importa que sea malo, se tiene que meter entre los centrales y arrastrar marcas para que Lionel y Carlitos pasen como tiro.

La ausencia del Khun le trae a Diego problemas familiares, pero en mi selección no viaja ni a cebar mate. Si Gianina se pone pesada, lo llevamos al banco y lo metemos quince minutos en un partido que ya esté quince a cero.

Nos vemos en Sudáfrica.

Amor de primavera

Me gustan los personajes que le parten la cabeza al lector. Imagino a los hombres de la generación del 60’ enamorados de La Maga de Rayuela. No les pregunten, no lo van a reconocer. O se van a reír de sus amoríos adolescentes e ingenuos. Ahora Cortázar no es cool, lo decidieron la academia y otras órbitas cuando le pegaron una etiqueta en el lomo: “snob”.

Hace unos meses leí un artículo hermoso de Fabián Casas sobre el autor de Bestiario. Casas hace la gran Federer: el mejor tenista es aquel que utiliza la fuerza del rival a su favor, o sea, el que hace uso de la velocidad de la pelota que lanza su oponente para potenciar su propio disparo. El escritor de Boedo recibe los argumentos de su respetado rival y los devuelve con un revés letal: “No hay pasión por la indiferencia: hay ingenuidad y nobleza. Me doy cuenta de que le creo todo lo que dice. Entonces, tapado por la frazada escocesa, solo con mi perra Rita a los pies, me doy cuenta de que estoy llorando. Sí, sí, digo, mientras empino el quinto whisky, Cortázar tiene razón. Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él: certeros, comprometidos, hermosos, siempre jóvenes, cultos, generosos, bocones”. Match point.

Decía, me gustan las novelas que enloquecen al lector con los encantos de un personaje. Pero algunos protagonistas son poco recomendables a la hora de cegarse con sus gracias. Cuando era chico leí La Tregua, de Benedetti (que es menos cool que Cortázar, pero era muy chico, y sí, buen tipo el uruguayo, pero ya fue, ya fue) y me derretí por Laura Avellaneda: “joven, de rasgos suaves y ojos serenos, nariz fina, de pelo color negro y piel muy clara”. Me parecía tan hermosa y delicada que a mi corta edad me inspiraba una especie de amor espiritual libre de toda carnalidad. La chica sumisa enamorada de Martín Santomé, un cincuentón agobiado por toda una vida dedicada a las finanzas, no avivaba mi libido sino mi costado más sensiblero.

Avellaneda no es el mejor personaje para enamorarse. En primer lugar porque tal como anuncia el nombre de la novela, la protagonista es una tregua en la aburridísima vida de Santomé y por lo tanto, al final, muere. Tremendo bofetazo. Pero como si fuera poco, aún cuando el amor del lector tenaz sobreviva a su muerte, hay un segundo cachetazo: en la versión cinematográfica, el personaje de Avellaneda es realizado por Ana María Picchio. La morocha alta de rasgos delicados se hace carne y nos pega un voleo mortal en el centro del pecho.

Vieja guardia

Mal y tarde cumplo con la película “El café de los maestros”. La fui a ver hace un mes al Gaumont, en frente a la plaza de los Dos Congresos. Cine del Estado, del INCAA para ser más precisos. Cuatro salas, sillas cómodas y boleteros que atienden sin esas cabinas blindadas con cristales antimisiles que usan en los Hoyts.

A falta de una crítica calificada, acá van algunos apuntes sueltos e imprecisos.

Santaolalla, sacate las plumas.

Mañanas campestres, Bajo fondo, Árbol… Uh, qué loco! Metí una chacarera para los pibes. Secreto en la Montaña, Babel, dos premios Oscar bajo el brazo, orgullo nacional. Muy bien, aplausos. El dulce de leche, la birome, Norma Aleandro y Saltalaolla. Listo, ya está. El vedettismo del músico y productor me tiene podrido.

Arranca la película con la llegada en avión del ex Arco Iris a Buenos Aires. Se despierta con cara de “ufff, qué viaje largo, todo sea por encontrar a Horacio Salgán”. Hace la gran Ry Cooder en La Habana. La diferencia es que Cooder vive en California y llega en un Chevrolet 57 en busca de unos músicos cubanos a los que nadie recordaba. En cambio, para encontrar a Horacio Salgán no hay más misterio que buscarlo en la guía telefónica. O preguntarle a Antonio Carrizo. Te tomás un taxi y te deja en la puerta.

Después de esa primera escena, Saltalaolla, aparece cada diez minutos tocando perillitas en la consola de sonido. Listo Gustavo, ya sabemos que la tenés clara con la maquinola. Correte que llegó Mariano Mores.

Mores banca la parada

El tipo llega al ensayo con unos pantalones de cuero negros ajustadísimos y camisa blanca. Tremendo. El peinado impecable. No, Mariano Mores no usa peluquín. Al menos no para los porteños. Vayan a decirle a los cordobeses que la mona usa peluca. Te cagan a trompadas.

Saluda, agarra las partituras y pone primera. “Tarararia laira”, masculla, y sólo el diablo sabe las combinaciones siniestras de negras y corcheas que pasan por su cabeza. Después se acomoda en el piano y lo prende fuego. Si Jerry Lee Lewis lo viera se sentiría un pelotudo.

La vieja guardia aguanta los trapos

La película deambula entre ensayos y entrevistas mechadas con imágenes (poco logradas) for export: Corrientes, las clases de baile del Rosedal, el hipódromo y hasta una excursión innecesaria a la bombonera. Lo mejor sucede en el apretado resumen del concierto en el Colón.

Salgán, mezcla rara de Woody Allen con bigotitos a lo Clark Gable, sale al escenario y el teatro se derrumba. El estallido de aplausos para el único tanguero abstemio de la historia es tremendo. Leopoldo “toqué con todos” Federico copa la parada con el pecho inflado, los lentes gruesos y el bandoneón como una prolongación de las manos. Virginia Luque, la morocha por excelencia, se tira el ropero encima e irrumpe con más glamour que Marilyn.

La vieja guardia de los 40’ y 50’ se come crudo al siglo XXI. Punto, contrapunto, tango rante, burlón y compadrito. Sobre el final, con Taquito militar al palo, me olvidé que estaba en el cine, me paré y aplaudí. Sí, quedé como un gil.

El grito

Esta mañana me subí al 21 en Liniers. Entregué el boleto que me picó el chofer y enfilé para el fondo en busca de mi ubicación. Con los asientos que daban a la ventanilla ya ocupados, elegí uno del lado del pasillo junto a una veinteañera vestida de oficinista. Camisa blanca sin mangas metida dentro del pantalón tostado de gabardina. Cinturón finito marrón a tono con los zapatos y la cartera. Tenía los ojos chiquitos, como si recién se hubiera levantado.

Afuera el aire estaba pegajoso, viciado de una humedad espesísima que adentro del colectivo se tornaba vapor caliente. Ese vaho viscoso subía desde el piso, se filtraba por las botamangas de mi pantalón y me trepaba hasta el cuello. Era un baño turco sobre ruedas.

En busca de una bocanada de aire fresco, mi compañera de asiento hizo un intento por abrir la ventanilla que permaneció clavada en su lugar. Se mordió los labios en un gesto de fastidio y enseguida redoblo su esfuerzo con el mismo nulo resultado. Me ofrecí en su ayuda con una mirada noble y la oficinista la acepto gustosa. Tomé el mango y empujé la escotilla con la fuerza que creí necesaria. No se movió nada.
- ¿Me permitís?- Le dije señalando su asiento y mostrando mi intención de utilizarlo como palanca para un esfuerzo mayor. La oficinista me hizo un gesto alentador.

Agarré de nuevo la manija con la mano izquierda y apoyé el brazo derecho sobre el respaldo del asiento, tomé aire y empujé la ventanilla con toda la fuerza. No se movió. Respiré otra vez y volví a empujar con más fuerza aún. Sentía la cara roja y un temblequeo en los brazos. Así me mantuve varios segundos, hasta que me salió una especie de gritito gutural. Fue pequeño, cortito, pero suficiente para no pasar desapercibido por mi compañera. La ventanilla cedió apenas un centímetro.

- Está durísima- le dije mientras me secaba las gotas de sudor de mi frente y clavaba mi mirada sobre el suelo, avergonzado.

- Sí, igual algo se movió.- me respondió.

Sacó de la cartera un mp4, se puso los auriculares y desvió los ojos hacia la avenida. Los mismos ojos que antes me habían parecido pequeños y ahora aparecían gigantes y crueles.
* Imagen: El grito, Edvard Munch.

Deprisa

Recomendaciones para una noche de estas.

Pasar por el video club más cercano y alquilar la película “Deprisa, deprisa” (Carlos Saura; 1981).

La historia no es gran cosa. Cuatro jóvenes de los suburbios de la España pos franquista que viven al límite entre asaltos, drogas y erotismo. Nada original, zafa. La clave está en la banda de sonido.

Poner al mango el volumen de la tele cada vez que suene el tema “Melancolía” de los Chunguitos. Sacarse la ropa y bailar desnudos de manera desenfadada, con los brazos y las piernas agitándose como si quisieran desprenderse del torso.

Si es necesario, rebobinar la cinta (no creo que se consiga en dvd) y repetir la operación hasta sentir en cada fibra del cuerpo un volcán de lava eléctrica en erupción.

Si no quieren comerse toda la película para llegar al éxtasis, pueden darle play al tema a continuación.

* La versión original pertenece a Camilo Sesto, pero hay que ser muy guapo para poner al cantautor a todo lo que da.



Se necesita camarera

La Toja es un bar que queda en Avenida de Mayo y Alvarado, a dos cuadras de mi departamento. Este año arrancó con un cartel en la vidriera: “Se necesita camarera”. Era el mismo anuncio de letra imprenta escrita con fibrón negro que el año pasado apareció doce veces.

La fonda es propiedad de dos hermanos que están todo el día sentados en una de las escasísimas mesas que se ven ocupadas. Toman café y gaseosas, nada de alcohol, y clavan una picada diaria.

Y claro, les deben pagar dos mangos”, fue lo primero que pensé al ver de nuevo el mismo aviso aparece una vez por mes. “Encima, estos dos les miran el orto todo el día”, rematé.

En “La tragedia de un hombre honrado”, Roberto Arlt se burla del dueño de un café que hace trabajar a su propia esposa para ahorrarse los ochenta pesos mensuales que debería pagar a un empleado. La amargura de este hombre se desata por los celos que le provocan las miradas libidinosas de los clientes hacia su cónyuge:

Son ochenta pesos mensuales. ¡Ochenta! Nadie renuncia a ochenta pesos mensuales porque sí. El ama a su mujer; pero su amor no es incompatible con los ochenta pesos. También ama su frente limpia de todo adorno, y también ama su comercio, la economía bien organizada, la boleta de depósito en el banco, la libreta de cheques. ¡Cómo ama el dinero este hombre honradísimo, malditamente honrado!

La última empleada del bar de Ramos era una morocha voluptuosa de pelo cortito muy rizado y un culo que rajaba la tierra. Los ojos de los hermanos se desencajaban con el vaivén de las caderas de la morena que gambeteaba las mesas, las sillas y las arremetidas de los clientes. Al cabo de un mes, la diva se esfumó y reapareció el cartel.

La Toja opera de manera inversa a la aguafuerte arltiana. Las chicas se exponen a la mirada lasciva de los patrones por ochenta pesos mensuales (o el equivalente). Los dueños maximizan sus ganancias, alimentan la libido y no exponen ni su patrimonio ni su frente limpia.

La pequeña empresa familiar ha desaparecido.