El grito

Esta mañana me subí al 21 en Liniers. Entregué el boleto que me picó el chofer y enfilé para el fondo en busca de mi ubicación. Con los asientos que daban a la ventanilla ya ocupados, elegí uno del lado del pasillo junto a una veinteañera vestida de oficinista. Camisa blanca sin mangas metida dentro del pantalón tostado de gabardina. Cinturón finito marrón a tono con los zapatos y la cartera. Tenía los ojos chiquitos, como si recién se hubiera levantado.

Afuera el aire estaba pegajoso, viciado de una humedad espesísima que adentro del colectivo se tornaba vapor caliente. Ese vaho viscoso subía desde el piso, se filtraba por las botamangas de mi pantalón y me trepaba hasta el cuello. Era un baño turco sobre ruedas.

En busca de una bocanada de aire fresco, mi compañera de asiento hizo un intento por abrir la ventanilla que permaneció clavada en su lugar. Se mordió los labios en un gesto de fastidio y enseguida redoblo su esfuerzo con el mismo nulo resultado. Me ofrecí en su ayuda con una mirada noble y la oficinista la acepto gustosa. Tomé el mango y empujé la escotilla con la fuerza que creí necesaria. No se movió nada.
- ¿Me permitís?- Le dije señalando su asiento y mostrando mi intención de utilizarlo como palanca para un esfuerzo mayor. La oficinista me hizo un gesto alentador.

Agarré de nuevo la manija con la mano izquierda y apoyé el brazo derecho sobre el respaldo del asiento, tomé aire y empujé la ventanilla con toda la fuerza. No se movió. Respiré otra vez y volví a empujar con más fuerza aún. Sentía la cara roja y un temblequeo en los brazos. Así me mantuve varios segundos, hasta que me salió una especie de gritito gutural. Fue pequeño, cortito, pero suficiente para no pasar desapercibido por mi compañera. La ventanilla cedió apenas un centímetro.

- Está durísima- le dije mientras me secaba las gotas de sudor de mi frente y clavaba mi mirada sobre el suelo, avergonzado.

- Sí, igual algo se movió.- me respondió.

Sacó de la cartera un mp4, se puso los auriculares y desvió los ojos hacia la avenida. Los mismos ojos que antes me habían parecido pequeños y ahora aparecían gigantes y crueles.
* Imagen: El grito, Edvard Munch.

Deprisa

Recomendaciones para una noche de estas.

Pasar por el video club más cercano y alquilar la película “Deprisa, deprisa” (Carlos Saura; 1981).

La historia no es gran cosa. Cuatro jóvenes de los suburbios de la España pos franquista que viven al límite entre asaltos, drogas y erotismo. Nada original, zafa. La clave está en la banda de sonido.

Poner al mango el volumen de la tele cada vez que suene el tema “Melancolía” de los Chunguitos. Sacarse la ropa y bailar desnudos de manera desenfadada, con los brazos y las piernas agitándose como si quisieran desprenderse del torso.

Si es necesario, rebobinar la cinta (no creo que se consiga en dvd) y repetir la operación hasta sentir en cada fibra del cuerpo un volcán de lava eléctrica en erupción.

Si no quieren comerse toda la película para llegar al éxtasis, pueden darle play al tema a continuación.

* La versión original pertenece a Camilo Sesto, pero hay que ser muy guapo para poner al cantautor a todo lo que da.



Se necesita camarera

La Toja es un bar que queda en Avenida de Mayo y Alvarado, a dos cuadras de mi departamento. Este año arrancó con un cartel en la vidriera: “Se necesita camarera”. Era el mismo anuncio de letra imprenta escrita con fibrón negro que el año pasado apareció doce veces.

La fonda es propiedad de dos hermanos que están todo el día sentados en una de las escasísimas mesas que se ven ocupadas. Toman café y gaseosas, nada de alcohol, y clavan una picada diaria.

Y claro, les deben pagar dos mangos”, fue lo primero que pensé al ver de nuevo el mismo aviso aparece una vez por mes. “Encima, estos dos les miran el orto todo el día”, rematé.

En “La tragedia de un hombre honrado”, Roberto Arlt se burla del dueño de un café que hace trabajar a su propia esposa para ahorrarse los ochenta pesos mensuales que debería pagar a un empleado. La amargura de este hombre se desata por los celos que le provocan las miradas libidinosas de los clientes hacia su cónyuge:

Son ochenta pesos mensuales. ¡Ochenta! Nadie renuncia a ochenta pesos mensuales porque sí. El ama a su mujer; pero su amor no es incompatible con los ochenta pesos. También ama su frente limpia de todo adorno, y también ama su comercio, la economía bien organizada, la boleta de depósito en el banco, la libreta de cheques. ¡Cómo ama el dinero este hombre honradísimo, malditamente honrado!

La última empleada del bar de Ramos era una morocha voluptuosa de pelo cortito muy rizado y un culo que rajaba la tierra. Los ojos de los hermanos se desencajaban con el vaivén de las caderas de la morena que gambeteaba las mesas, las sillas y las arremetidas de los clientes. Al cabo de un mes, la diva se esfumó y reapareció el cartel.

La Toja opera de manera inversa a la aguafuerte arltiana. Las chicas se exponen a la mirada lasciva de los patrones por ochenta pesos mensuales (o el equivalente). Los dueños maximizan sus ganancias, alimentan la libido y no exponen ni su patrimonio ni su frente limpia.

La pequeña empresa familiar ha desaparecido.