La Toja es un bar que queda en Avenida de Mayo y Alvarado, a dos cuadras de mi departamento. Este año arrancó con un cartel en la vidriera: “Se necesita camarera”. Era el mismo anuncio de letra imprenta escrita con fibrón negro que el año pasado apareció doce veces.
La fonda es propiedad de dos hermanos que están todo el día sentados en una de las escasísimas mesas que se ven ocupadas. Toman café y gaseosas, nada de alcohol, y clavan una picada diaria.
“Y claro, les deben pagar dos mangos”, fue lo primero que pensé al ver de nuevo el mismo aviso aparece una vez por mes. “Encima, estos dos les miran el orto todo el día”, rematé.
En “La tragedia de un hombre honrado”, Roberto Arlt se burla del dueño de un café que hace trabajar a su propia esposa para ahorrarse los ochenta pesos mensuales que debería pagar a un empleado. La amargura de este hombre se desata por los celos que le provocan las miradas libidinosas de los clientes hacia su cónyuge:
“Son ochenta pesos mensuales. ¡Ochenta! Nadie renuncia a ochenta pesos mensuales porque sí. El ama a su mujer; pero su amor no es incompatible con los ochenta pesos. También ama su frente limpia de todo adorno, y también ama su comercio, la economía bien organizada, la boleta de depósito en el banco, la libreta de cheques. ¡Cómo ama el dinero este hombre honradísimo, malditamente honrado!”
La última empleada del bar de Ramos era una morocha voluptuosa de pelo cortito muy rizado y un culo que rajaba la tierra. Los ojos de los hermanos se desencajaban con el vaivén de las caderas de la morena que gambeteaba las mesas, las sillas y las arremetidas de los clientes. Al cabo de un mes, la diva se esfumó y reapareció el cartel.
La Toja opera de manera inversa a la aguafuerte arltiana. Las chicas se exponen a la mirada lasciva de los patrones por ochenta pesos mensuales (o el equivalente). Los dueños maximizan sus ganancias, alimentan la libido y no exponen ni su patrimonio ni su frente limpia.
La pequeña empresa familiar ha desaparecido.