Orillas



La vía del Roca arranca en Haedo, costea las localidades de Ramos y San Justo, y se pierde hacia el sur hasta terminar en Temperley. Los bordes de la vía van dibujando paisajes casi litoraleños, como si cumplieran el papel de los márgenes de un río ausente en todo el oeste del conurbano. El tren, con su locomotora diesel, sus cuatro vagones y su escasa frecuencia, no perturba la fantasía orillera.

El comienzo en el centro de Haedo es quizás la franja más pintoresca, con bancos de plaza, plantas florecidas, grandes lámparas blancas que iluminan el pasto cortado con regularidad y algunos deportistas que corren en ida y vuelta constante.

A pocos metros, más lejos de los celos municipales, empieza la plaza de Pitico, un flaco alto que vive frente a las vías y fue compañero mío durante la primaria. Después de repetir varias veces cuarto o quinto grado, Pitico armó una pyme con la hermana mayor. Cortaron el pasto del terreno lindero a la vía, alambraron un pequeño perímetro y pusieron un par juegos y una tarifa de dos pesos la entrada. Privatización del espacio público a comienzos de la década del noventa, unos vanguardistas. La empresa familiar se consolidó y ahora tienen una especie de mini parque de diversiones de doscientos metros de largo por cuatro de ancho, un pasillo.

Antes de llegar a Ramos, la geografía toma de a poco su aspecto ribereño. Las calles de tierra que corren a ambos lados de la vía tienen una sola vereda con todas sus casas con vista a la ribera imaginaria. A lo largo de las cuadras, largas hileras de sauces enormes dejan caer las ramas casi hasta el suelo. Y cada tanto, cuando los márgenes se ensanchan y los árboles dejan un hueco, se clavan dos arcos, se determina el perímetro y queda armada una cancha de fútbol. Mi generación vio nacer (y caer) muchas promesas de cracks en esas canchas.

A la altura de Ramos la vía divide esta localidad de la de Villa Luzuriaga. Ramos, la dama blanca del oeste con sueños de Palermo, hace equilibrio al borde del río y mira de reojo del otro lado, Matanza adentro, como un vecino que cuida que las ramas del árbol lindante no crucen la medianera. Pero a pesar de la mirada vigilante, a orillas de la vía el paisaje se confunde de uno y otro lado. Sauces, fútbol y pinos. Más adentro, alguna que otra parrilla con mesas y sillas de madera se planta entre alambrados. Al lado de la parrilla, una cancha de bochas alisada a pulmón, después otra mesita redonda de material y, más adelante, dos o tres cuadras relegadas y solitarias. Y cuando parece que la vía desemboca en un baldío, empieza de nuevo otra hilera de árboles viejos y altos, los pibes en banda y las plazas angostas.