Tiembla Don Corleone

Anoche me comí enterito “Documentos América”, un programa de investigación periodística conducido por Facundo Pastor y dedicado a la caza de giles.

La emisión de ayer prometía desbaratar una banda de falsificadores que operaba en la zona de Tigre fraguando todo tipo de documentaciones. Pero a medida que el programa avanzaba uno comenzaba sospechar que los tipos no estaban tras las huellas de una nueva Operación Bernhard ni mucho menos. Toda la papeleta imitada eran títulos de colegios secundarios y certificados médicos al módico precio de cien pesos el primero y quince el segundo. Es decir, la modesta recaudación no parecía ser la fuente de financiamiento de la mafia siciliana radicada en el norte de la provincia.

El programa mostraba la indagación de Pastor que recorría los colegios y los hospitales a los que los certificados decían corresponder en busca de pistas que lo llevaran hasta los maleantes. Hasta que finalmente el joven reportero sorprende a la organización delictiva in fraganti: una vieja modista de unos sesenta años le vendía los certificados a dos pinches del programa montados con cámaras ocultas. El resto de la organización estaba compuesto por… la hija de la señora (implicada por… ¡atenderse en el hospital de los certificados truchos!).

La pobre vieja aparece recontra escrachada por las cámaras ante el interrogatorio incisivo del pelotudo de Facundo (“¿Qué es lo que entrega señora? ¿Qué es esa documentación? Dé la cara señora.”) mientras un patova del equipo traba la puerta de entrada para que la señora no pueda meterse de nuevo en su casa. Cuando la peligrosísima malviviente logra zafar, el buchón de Pastor sale a hacer una recorrida por el barrio preguntando a los vecinos sobre su conocimiento de los ilícitos de la modista.

Para el cierre del impresentable programa, el conductor se jacta de su valentía y de haber desenmascarado a la viejita que representaba un verdadero peligro social: cualquier joven inescrupuloso podía comprar certificados para justificar un faltazo al trabajo o un título secundario para laburar de repositor.

Eso, en mi barrio, es de botonazo y cagón.

Al cielo de tu boca el purgatorio

La clave era camuflar cualquier indicio de mi timidez, no dejar ningún resquicio por donde se filtrara. La amenaza más grave era el silencio y el ridículo, en ese orden. Como si la afasia me fuese a dejar desnudo frente a cientos de miradas burlonas.

Muchos novatos tienen una habilidad casi innata para superar este primer escollo con una facilidad humillante. Encadenan una palabra tras otra, escupen sujetos, predicados y entretejen circunstanciales como acróbatas lingüísticos.

Yo no soy así. Hasta entonces no lo había comprobado, pero ya lo intuía. Pensaba que mis palabras se iban a enmarañar hasta volverse impronunciables o que iban a desaparecer ante la mirada altanera de esa morocha que pisaba segura sobre la pista. Pero aún si una erupción de coraje brotara de mi garganta y enlazara seis oraciones al hilo, cada palabra tenía además que destacar algún otro mérito que justificara la atención de aquella musa. Con la valentía sola no iba a llegar más lejos que cualquiera de esos descarados que probaban suerte ante la divinidad de aquella noche.

Toda tentativa de seducción se basa en el equilibrio entre disimular defectos y resaltar virtudes. Durante aquella noche, cualquier bache de silencio iba a revelar la farsa de mi seguridad arremetedora. Pero el papel de idiota diciendo estupideces no era más atractivo que el del galán enmudecido.

Avancé dos pasos hacia ella, pero sus ojos encendidos me descubrieron y disuadieron mi hidalguía. Fue una mirada repentina que me bastó para medir lo grotesco de mi cuerpo diminuto y desgarbado al lado de su figura celestial.

Volví a estudiar mis pasos antes de arrancar. Imaginé el abanico de posibles reacciones y armé un repertorio de recursos para tener a mano ante salidas inesperadas. Esperé que cediera el temblequeo de mi cuerpo y respiré profundo. Me acerqué a ella por detrás para tener a mano la posibilidad de consentir a mi cobardía por segunda vez. Cuando estaba a centímetros de su nuca volví a repasar la frase que le había robado a un poeta amigo y la solté impune:

- Si no te das la oportunidad de conocerme, no tendrás nunca el placer de olvidarme.

- Demasiado larga- pensé a mitad de camino. Con la última brisa de aire que me quedaba salieron las sílabas finales, casi imperceptibles.

Antes de mi desmayo ella se dio vuelta:

- Ubicate, pelotudo.- Sentenció.