Chacarera doble

- El baño, Ezequiel - lo apuró el padre y le dio dos golpecitos a la puerta.

Ezequiel no contestó. Hacía un buen rato que había terminado de enjuagarse, así que cerró la ducha, se secó un poco y salió envuelto en un toallón.

- Media hora en el baño, nene - le recriminó la hermana.

Entró a la habitación, terminó de secarse y se puso un calzoncillo nuevo. Se miró al espejo. El sol de enero le había dejado un buen tostado en la piel, salvo en las piernas que seguían bien blancas hasta debajo de las rodillas. Se puso las bermudas de jean, unas medias que apenas le llegaban a cubrir el talón y unas zapatillas Reebook enormes. Buscó la camisa a cuadritos rojos y blancos, no la encontró y le pegó el grito a la madre.

- Ma, ¿la camisa a cuadritos?
- Está para planchar, Eze. Ponete otra.
- Dale, planchámela. Es un minuto.

Otra vez frente al espejo se vio las costillas marcadas en el torso. "No engordé ni un gramo", se quejó y se echó una buena cantidad perfume Kevin justo cuando pasó la hermana por la puerta.

- Ponete menos, nene. Apestás.
Ezequiel se dio vuelta y le apuntó con el perfume, como si la amenazara:
- ¿Y vos qué te metés?
Agarró el tarro de gel y con los dedos enchastrados se acomodó los rulos.
- ¿No sé para qué te peinás tanto si después te ponés esa gorrita ridícula?- le dijo la hermana.
- ¡¿Qué te metés?!- le repitió Ezequiel y cerró la puerta de un golpe.
- Nene, con ese carácter las minas no te van a dar bola, eh-.

Terminó de peinarse, se echó desodorante, agarró la gorrita Nike y salió de la habitación. Pasó por el comedor y se puso la camisa que la madre le había dejado colgada en una de las sillas. Todavía estaba tibia.
- ¿Me llevás, pa?


La peatonal de Capilla del Monte estaba repleta. Un escenario en cada esquina, las veredas llenas de mesas y sillas y una multitud de personas por la calle. Ezequiel encaró para la parrilla “Los Tres Gómez” y se encontró con los chicos de la peña.

- Dale boludo, pensábamos que ya no venías - le dijo Mauro.
- ¿Agustina llegó?- le preguntó Ezequiel.
- Está acá atrás con los viejos.

Agustina tenía un año más que Ezequiel, ya estaba en la secundaria, aunque le llevaba más de una cabeza de estatura. Tenía el pelo negro y suelto casi hasta la cintura, los ojos achinados, la nariz muy chiquita con algunas pecas y los labios gruesos. Llevaba puesto un vestido largo celeste clarito que le dejaba los hombros al descubierto y terminaba con un volado blanco a la altura de los tobillos. Los padres de Agustina eran los profesores de danza de la peña y ella ayudaba en las clases con los más chiquitos. Los sábados a la noche se juntaban todos comer y bailar en la parrilla “Los Tres Gómez”.

- Comete un chori, Eze, que en un rato vienen las entrañas - le dijo el padre de Agustina.

El escenario estaba armado sobre la vereda de enfrente para dejar la calle despejada a los bailarines. Pasadas las diez salió el cantante Walter Corbalán con su guitarra, su hermano en el bajo y un pelado petiso en percusión. Con la primera chacarera salieron a bailar los padres de Agustina y se armó una ronda de curiosos alrededor de la pista.

- Sacala en una doble, Eze. Así metés tres zapateos - le aconsejó Mauro.

Pasaron dos zambas y un gato que, según Ezequiel, Walter tocaba para que bailen los turistas.
- Los porteños bailan el gato y el escondido. Nada más- le dijo a Mauro.

- ¿Hay algún santiagueño esta noche?- preguntó Corbalán desde el escenario y unas diez personas levantaron la mano. – Dicen que los santiagueños inventaron la chacarera doble. ¡Y ha de ser que tenían ganas de seguir bailando!- remató y arrancó los primeros rasguidos de La Sapachera.

Ezequiel se puso la gorrita y buscó a Agustina con la vista. Estaba sentada jugando con tres nenas que revoleaban unas servilletas como si fueran pañuelos. Se acercó y estiró apenas el brazo. Agustina le sonrió y lo agarró de la mano, caminaron hasta la pista, se pararon enfrentados e hicieron palmas mientras esperaban la primera vuelta.

Churita mi buena moza balanceando la pollera, puso primera Corbalán. Agustina y Ezequiel avanzaron y retrocedieron dos veces, volvieron a adelantarse y pegaron un giro sobre sus pasos. Quedaron de frente otra vez, hicieron una pausa y dibujaron una vuelta entera que a Ezequiel le pareció gigantesca. Bailando es la más donosa morenita santiagueña. Agustina se agarró la pollera con ambas manos, una de cada punta, y la hizo flamear al ritmo de su zarandeo. Ezequiel levantó el mentón y con los brazos en alto zapateó fuerte contra el piso, como si quisiera hacer escuchar el repiquetear de sus zapatillas. ¡Arriba!, le gritó el padre de Agustina, pero Ezequiel no desvió la mirada de los ojos de su compañera durante los ocho compases y terminó con la punta del pie derecho clavada detrás del izquierdo.

Da gusto andar por los montes cuando la noche despierta, besando los algarrobos con su llovizna de estrellas, Corbalán cerraba la chacarera. Todas las parejas hicieron el último giro sobre la pista, se adelantaron y quedaron enfrentadas. Con el último acorde, Agustina apoyó ambos brazos sobre los hombros de Ezequiel y él se quedó inmóvil con el pecho inflado y el mentón levantado. Quedaron los dos congelados un instante hasta que ella sonrió y le sacó la gorrita. Él se río por primera vez en la noche.

- ¿Otra?- le preguntó Ezequiel.
- Dale.

Orillas



La vía del Roca arranca en Haedo, costea las localidades de Ramos y San Justo, y se pierde hacia el sur hasta terminar en Temperley. Los bordes de la vía van dibujando paisajes casi litoraleños, como si cumplieran el papel de los márgenes de un río ausente en todo el oeste del conurbano. El tren, con su locomotora diesel, sus cuatro vagones y su escasa frecuencia, no perturba la fantasía orillera.

El comienzo en el centro de Haedo es quizás la franja más pintoresca, con bancos de plaza, plantas florecidas, grandes lámparas blancas que iluminan el pasto cortado con regularidad y algunos deportistas que corren en ida y vuelta constante.

A pocos metros, más lejos de los celos municipales, empieza la plaza de Pitico, un flaco alto que vive frente a las vías y fue compañero mío durante la primaria. Después de repetir varias veces cuarto o quinto grado, Pitico armó una pyme con la hermana mayor. Cortaron el pasto del terreno lindero a la vía, alambraron un pequeño perímetro y pusieron un par juegos y una tarifa de dos pesos la entrada. Privatización del espacio público a comienzos de la década del noventa, unos vanguardistas. La empresa familiar se consolidó y ahora tienen una especie de mini parque de diversiones de doscientos metros de largo por cuatro de ancho, un pasillo.

Antes de llegar a Ramos, la geografía toma de a poco su aspecto ribereño. Las calles de tierra que corren a ambos lados de la vía tienen una sola vereda con todas sus casas con vista a la ribera imaginaria. A lo largo de las cuadras, largas hileras de sauces enormes dejan caer las ramas casi hasta el suelo. Y cada tanto, cuando los márgenes se ensanchan y los árboles dejan un hueco, se clavan dos arcos, se determina el perímetro y queda armada una cancha de fútbol. Mi generación vio nacer (y caer) muchas promesas de cracks en esas canchas.

A la altura de Ramos la vía divide esta localidad de la de Villa Luzuriaga. Ramos, la dama blanca del oeste con sueños de Palermo, hace equilibrio al borde del río y mira de reojo del otro lado, Matanza adentro, como un vecino que cuida que las ramas del árbol lindante no crucen la medianera. Pero a pesar de la mirada vigilante, a orillas de la vía el paisaje se confunde de uno y otro lado. Sauces, fútbol y pinos. Más adentro, alguna que otra parrilla con mesas y sillas de madera se planta entre alambrados. Al lado de la parrilla, una cancha de bochas alisada a pulmón, después otra mesita redonda de material y, más adelante, dos o tres cuadras relegadas y solitarias. Y cuando parece que la vía desemboca en un baldío, empieza de nuevo otra hilera de árboles viejos y altos, los pibes en banda y las plazas angostas.

De superpoderes y tinta china

La teletransportación es el superpoder al que cualquier mortal debería anhelar. Es cierto que algunos preferirían la invisibilidad, pero se trata de una elección inmadura y poco meditada. La posibilidad de hacerse invisible puede parecer atractiva a los doce años, cuando uno hubiera vendido su alma al diablo por entrar al baño de damas del colegio sin que lo vieran. Pasada esa edad, presenciar una escena sin ser visto no tiene ninguna gracia. Sí, está bien, podés hacerle un chiste a tus amigos, una, dos, tres veces. A la cuarta te aburrís o te aciertan una trompada tirada al aire.

En cambio, la teletransportación es un poder tremendo. De buenas a primeras te arregla de raíz todo el problema de tránsito. Que Pueyrredón es mano para acá, que es mano para allá, que ponemos carriles exclusivos, que ensanchamos General Paz… basta. Teletransportación para todos (nota para el Gobierno de la ciudad). Te meten en una cabina, sacás uno setenta y cinco, te desintegrás en un punto (ponele, la estación de Retiro) y te reintegrás en el otro (ponele, Necochea). Así pensado, sin embargo, estamos más cerca de un servicio público que de un superpoder, pues la universalización de un poder es lo que le hace perder su condición de “súper”.

Pero además de estos poderes de superhéroe, existen también otro tipo de capacidades más mundanas pero fuera del alcance de la mayoría de los hombres. Me refiero, en este caso, al dibujo. Quien alguna vez viera algún garabato hecho por quien escribe sospecharía que el autor sufre de discapacidades motrices (o mentales). Por esta razón, acudimos al trazo milagroso de una mano amiga y le encargamos la realización del pequeño ventarrón ilustrado.

Rivito mojó sus pinceles en tinta china y acrílico, los esparció sobre el papel para acuarelas y nos regaló el tremendo retrato, versión criolla de Dorian Gray. Pavada de superpoder, ahora tenemos juventud eterna.

Noche calma sobre el río

El juego empezaba después de la cena, pasadas las diez de la noche, mientras mi vieja lavaba los platos o atendía a mis dos hermanos menores. Mi hermana mayor y yo nos acostábamos en el sofá del living, cada uno con la cabeza sobre el apoyabrazos de cada extremo. Mi viejo se acomodaba frente a nosotros, agarraba la criolla y arrancaba en Re mayor.

Noche calma sobre el río,
sueño trabajo y querer.
Ya va el pescador curtido
recogiendo el espinel.


La cadencia litoraleña nos entrecerraba los ojos pero nos manteníamos despiertos, atentos al ritual, pues si cedíamos al sueño nos perderíamos la mejor parte.

Allá en el rancho la madre
mece con tierna emoción
una cunita de sauce
entonando esta canción.

Cerrábamos los ojos y seguíamos atentos al devenir de la melodía. De fondo se escuchaba el ruido de los platos chocando con las ollas o el llanto de mi hermana menor. Mi hermano siempre se dormía apenas terminada la cena. Mi viejo dejaba los tonos mayores para prometer ahora en Mi menor.

Gurisito costero duérmase.
Gurisito costero duérmase.
Si se duerme mi amor
le daré chalanita de ceibo
collar de caracol.


La chalanita es una embarcación muy chiquita de fondo plano que usan los pescadores en aguas poco profundas. No creía que mi viejo fuera a cumplir semejante promesa ni había un río cerca de mi casa en Ramos Mejía, pero me gustaba imaginarme aguas adentro en mi chalana y a mi hermana bailando con el collar de caracoles en la orilla.
Máxima expectativa. Simulábamos habernos rendido ante el sueño y cada tanto nos mirábamos de reojo entre risas contenidas. Con las manos nos cubríamos la panza y nos retorcíamos esperando lo inminente.

El niño ya se ha dormido
la luna salió a mirar
hamacándose en las aguas
por entre el camalotal.

La risa juega y el canto
parece que viene y va.
En eco dulce se pierde
por el río Paraná.


Gurisito costero duérmase.
Gurisito costero duérmase.


Mi viejo se quedaba repitiendo estos últimos versos una y otra vez, cada vez en tono más bajo, hasta susurrarlos con la voz casi imperceptible. Gurisito costero, duérmase. Aún con los ojos cerrados, mi hermana y yo ya casi no podíamos contener la carcajada. La farsa de nuestro sueño era insostenible. Mi viejo dejaba de murmurar, tocaba algunos arpegios, inflaba los pulmones y soltaba un grito atronador…

¡Duérmanse carajo!

El susto nos arrancaba una explosión de risas, nos revolcábamos en el sofá y pedíamos, una vez más, un bis.

Duerma, duerma mi amor,
crecerá junto al río mi cielo.
Será buen pescador.


Puente

El colectivo nos dejó sobre General Paz, a pocos metros del puente peatonal que baja a Rivadavia. La bajada del puente consta de tres rampas de unos quince metros de largo. Los descansos, entre rampa y rampa, trazan un codo en forma de “u” por el que los peatones giran ciento ochenta grados para seguir la cuesta siguiente en dirección opuesta a la anterior.

Primera rampa

Habíamos bajado del colectivo juntos y yo la seguía, sobre la primera rampa, a un metro de distancia.

– Un metro es muy poco -, pensé. Necesitaba una distancia algo mayor, dos metros, para que el giro que ella hiciera al comenzar la segunda rampa me encuentre a mí aún en la primera. Así, sus primeros pasos por el segundo tramo del puente coincidirían con el final de mi camino por el primero y estaríamos, por pocos segundos, frente a frente. Hice mi paso más lento y dejé que me aventajara.

- Permiso - dijo la voz impaciente del que me seguía en la fila.

Simulé no haberlo escuchado y me mantuve firme en medio del camino, sin dejar paso por mis costados.

- Permiso - insistió, ahora con la mano apoyada sobre mi hombro. Me di vuelta y lo miré con reprobación. Me hizo a un lado, pasó por mi izquierda y en el primer codo, entre rampa y rampa, empujó a mi perseguida y la aventajó también. Ella hizo un gesto de fastidio con los labios y giró con la vista clavada en el piso.

Segunda rampa

Con paso más seguro y decidido a enfrentar con más audacia el segundo codo volví a ponerme a dos metros (la distancia ideal) de ella.

- ¿Vos subiste conmigo en Saavedra?- podría decirle con soltura y aprovechar los hilos que se desprendieran de su respuesta para anudarlos en una primera charla trivial. Sí, algún comentario intrascendente, pero frente a frente, en el codo en forma de “u”.

Con paso algo más ligero, encaró el segundo descanso, entre la segunda rampa y la última. Yo alargué mis pasos y me mantuve a sus espaldas. Se metió en el rulo y lo resolvió con elegancia en unas pocas décimas de segundos, con la vista ahora clavada en el final del puente, sobre Rivadavia. No dejó ni una grieta donde yo pudiera meter mi pregunta estúpida.

Tercera rampa

Se adelantó. Yo caminé más lento y metí la mano en el bolsillo buscando monedas para el 96 mientras la veía bajar el último tramo del puente. Se ajustó la bufanda y apuró el paso. El gorro de lana le tapaba las orejas y los guantes negros remataban su perfecto tono invernal.

Abajo la esperaba, de frente, el tipo que siempre, siempre, llega antes.

Llegó mi compañera, Santander de Batunga

Entró empapada.

- Una que se olvidó el paraguas- solté, así, sin personalizar.

- No uso- me contestó, desafiante y orgullosa de su trivial rebeldía.

Llevaba un jean desgastado, cortado con metódica desprolijidad antes de los tobillos, unas topper negras y una remera con las mangas largas estiradas casi hasta la punta de los dedos. Toda mojada.

- Hace calor, me seco mientras bailo- dijo y me clavó los ojos, como un boxeador que acierta el primer golpe y espera la reacción de su rival.

Acusé recibo, apuré mi porrón de medio litro y la agarré de la cintura.


Cantares

A la vuelta de mi casa, sobre Avenida de Mayo, vive Omar Mollo, el rockero duro que encontró en el tango un terreno más prometedor: editó dos discos, pegó un premio Gardel y ligó giras por los mercados arrabaleros de tierra afuera.

No quiero obstinarme contra el bueno de Omar que, además, me cae de diez (va al mismo supermercado que yo y anda siempre de ojotas y bermudas camufladas, un encanto). Pero escuché sus discos y algunos vicios me dispararon una idea que hace rato me viene dando vueltas.

A Julio Sosa le tenemos un cariño y un respeto absoluto. El tipo se hizo bien de abajo: fue vendedor ambulante, podador municipal de árboles y repartidor de una farmacia. La tuvo dura. Y grabó su primer disco en el peor momento del tango: en la década del sesenta los cabarets se cerraban, el trabajo escaseaba y el tanguero era una especie de pieza de museo mantenido a través de conservantes, viejo y con peluquín. En ese contexto, llegaban los Beatles (o su versión uruguaya, los Shakers) y se comían crudo a todo lo que olía a naftalina. Y Julio Sosa bancó la parada: mucha facha, traje oscuro y voz potente. Levantó el muerto, le pegó una sacudida y convocó multitudes. En el ’64 se la dio con el auto cuando volvía de dar un recital y no la contó más. La leyenda dice que esa noche cerró el show con el tango “La Gayola”, cuyos últimos versos dicen “pa’ que no me falten flores cuando esté dentro del cajón”. Cincuenta mil personas fueron al velorio.

Si no nos peleamos con Mollo, menos nos vamos a pelear con el varón del tango. Pero la herencia de Sosa fue demasiado pesada. Los cantantes de tango sienten el deber de hacerse los machos. Y cuánto más recios, mejor. Las cualidades vocales no importan tanto, hay que desabrocharse los primeros tres botones de la camisa, mostrar el pelo en el pecho y poner cara de rudo. Aún cuando se canten mariconeadas. “Te suplico que no vengas a turbar mi dulce paz/ que me dejes con mi madre, que a su lado, santamente/ edificaré otra vida, ya que me siento capaz”… no suena muy varonil.

Con Goyeneche pasó algo similar. El polaco era un cantante tremendo, con una voz increíble adornada con un fraseo exquisito. Las primeras grabaciones del polaco son una belleza inigualable. Sin embargo, el Goyeneche más escuchado y más imitado es el de los últimos años, ese que a medida que el asma le dejaba menos aire, más tenacidad le ponía al fraseo. Manejaba los silencios, los acentos, arrastraba algunas palabras o susurraba algún verso. Decía el tango, más que cantarlo.

Por eso mismo los goyenechistas de hoy se preocupan tanto por los recursos actorales hasta el extremo de lloriquear sobre el escenario. Una exageración que, además, olvida al mejor polaco. Y de esta manera, cuando cantan “Te quiero siempre así, estás clavada en mí como un puñal en la carne” gritan desaforados como si efectivamente les estuvieran clavando un tramontina en una gamba. Bajen un cambio muchachos. Van a terminar volándose los sesos con “ni el tiro del final te va a salir”. Y esa vez el tiro va a salir.

Toda la sarta de lugares comunes tangueros se plasmaron en “Así se canta”, una porquería de canción que recomienda entonar con un nudo en la garganta y hasta sugiere que así cantaba Gardel. Una pelotudez. Gardel cantaba, esencialmente, bien. No lloraba, no tosía ni enfatizaba las letras con gritos escandalosos. Afinaba y tenía una voz privilegiada, punto. Lo demás es pura espuma.

Una calle sin hablar



En la esquina de Avenida de Mayo y Rivadavia, sobre la plazoleta, ayer a las siete de la tarde se juntaron unos veinte tipos. No cantaban, sólo aplaudían con ritmo regular y mostraban a los transeúntes unos pocos carteles. Inocente, me acerqué.

“Basta de muertes”, decía una cartulina blanca sostenida por una cincuentona de pantalón ajustado. Esto es genial, ¡una marcha por la inmortalidad! No he visto causa más digna y poética - pensé. ¡Tremendo rubia! Somos seres para la muerte, no hay injusticia más grande, ¿dónde firmo?

“Nos están matando”, expresaba otro cartel. Ah, no… pará la mano. Esto no es poético, es literal. ¡Los están matando acá mismo! Con razón son tan pocos. Eran cien, les mataron ochenta, quedaron estos veinte. Esto es terrible, pobres tipos. Amigo, ¿quiénes los está matando? ¿Dónde están los ochenta cadáveres? ¿Por qué no huyen?

Seguridad, seguridad, seguridad”, señalaba insistente la última pancarta. Ah, ya entendí. Perdón, estoy un poco confundido. Permiso, permiso, me tengo que ir.

Ramos Mejía, puta triste del conurbano, que mal te queda la pilcha cuando te disfrazás de Palermo.


* A falta de una foto actualizada, contamos con esta imagen de la misma esquina en 1930.

Tranca Diego

Este blog banca a Riquelme. Román es un tipo futbolero, habla de fútbol, mira fútbol y transpira fútbol mucho más que ese hijo único y malcriado que corre a doscientos kilómetros por hora y se la pasa jugando la play. Román banca mucho más que ese nene durante la definición por penales del último mundial se quedó en el banco de suplentes sólo y caprichoso con la mirada clavada en el piso mientras sus compañeros transpiraban sangre con cada parada del arquero Lehmann.

Román se crió con nueve hermanos en una villa de Don Torcuato. Tiene la mirada esquiva, la cara pecosa y un porte no apto para publicidades de Stork Man. Y celebra los goles con una expresión cautelosa y discreta que exaspera a los chauvinistas que se comen los comerciales de Quilmes en cada mundial. Nada coreografías, de carnaval carioca ni de gestos ampulosos. Uno a cero, cara de naipe, grito pelado y a sacar del diome, punto.

Aclarada esta cuestión, la renuncia de Riquelme es un gran alivio para este escriba. Nuestro bielsístico gusto por el juego vertiginoso más que por la cautela especulativa y el toque para los costados no es compatible ni con el fútbol ni con los caprichos del enganche boquense. Así que ahora, sin esa piedra en el zapato, le armamos el equipo al Diegote con vistas al mundial próximo.

Carrizo al arco, por grandote, por seguro y por porte de apellido. Abajo, línea de tres: Demichellis, Samuel y Coloccini (cuya peluca es clave para la estética de un equipo con aspiraciones mundialistas, aunque seguimos sin tener un jugador con barba). Ya nos enseño Richard Lavolpe que la línea de cuatro murió cuando se retiró el último wing, así que metemos tres bien paraditos al fondo, doble cinco y dos carrileros con buena vuelta.

En el medio, el eje central: Mascherano- Gago. Javier se retrasa cuando hay que armar línea de cuatro y raspar; Fernando se adelanta con paso elegante para manejar los hilos que dejó sueltos Román.

A los costados del eje, los dos carrileros: Jonás Gutiérrez por izquierda, Maxi Rodríguez o Angelleri por derecha. Mucha ida y vuelta, que se note la zanja a los costados de la cancha cuando termina el partido.

Arriba, dos medio puntas/delanteros por los costados, Messi por derecha/ Tévez por izquierda, y un nueve definido: el pipita Higuaín o (batacazo) el jardinero Cruz. No importa que sea malo, se tiene que meter entre los centrales y arrastrar marcas para que Lionel y Carlitos pasen como tiro.

La ausencia del Khun le trae a Diego problemas familiares, pero en mi selección no viaja ni a cebar mate. Si Gianina se pone pesada, lo llevamos al banco y lo metemos quince minutos en un partido que ya esté quince a cero.

Nos vemos en Sudáfrica.

Amor de primavera

Me gustan los personajes que le parten la cabeza al lector. Imagino a los hombres de la generación del 60’ enamorados de La Maga de Rayuela. No les pregunten, no lo van a reconocer. O se van a reír de sus amoríos adolescentes e ingenuos. Ahora Cortázar no es cool, lo decidieron la academia y otras órbitas cuando le pegaron una etiqueta en el lomo: “snob”.

Hace unos meses leí un artículo hermoso de Fabián Casas sobre el autor de Bestiario. Casas hace la gran Federer: el mejor tenista es aquel que utiliza la fuerza del rival a su favor, o sea, el que hace uso de la velocidad de la pelota que lanza su oponente para potenciar su propio disparo. El escritor de Boedo recibe los argumentos de su respetado rival y los devuelve con un revés letal: “No hay pasión por la indiferencia: hay ingenuidad y nobleza. Me doy cuenta de que le creo todo lo que dice. Entonces, tapado por la frazada escocesa, solo con mi perra Rita a los pies, me doy cuenta de que estoy llorando. Sí, sí, digo, mientras empino el quinto whisky, Cortázar tiene razón. Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él: certeros, comprometidos, hermosos, siempre jóvenes, cultos, generosos, bocones”. Match point.

Decía, me gustan las novelas que enloquecen al lector con los encantos de un personaje. Pero algunos protagonistas son poco recomendables a la hora de cegarse con sus gracias. Cuando era chico leí La Tregua, de Benedetti (que es menos cool que Cortázar, pero era muy chico, y sí, buen tipo el uruguayo, pero ya fue, ya fue) y me derretí por Laura Avellaneda: “joven, de rasgos suaves y ojos serenos, nariz fina, de pelo color negro y piel muy clara”. Me parecía tan hermosa y delicada que a mi corta edad me inspiraba una especie de amor espiritual libre de toda carnalidad. La chica sumisa enamorada de Martín Santomé, un cincuentón agobiado por toda una vida dedicada a las finanzas, no avivaba mi libido sino mi costado más sensiblero.

Avellaneda no es el mejor personaje para enamorarse. En primer lugar porque tal como anuncia el nombre de la novela, la protagonista es una tregua en la aburridísima vida de Santomé y por lo tanto, al final, muere. Tremendo bofetazo. Pero como si fuera poco, aún cuando el amor del lector tenaz sobreviva a su muerte, hay un segundo cachetazo: en la versión cinematográfica, el personaje de Avellaneda es realizado por Ana María Picchio. La morocha alta de rasgos delicados se hace carne y nos pega un voleo mortal en el centro del pecho.

Vieja guardia

Mal y tarde cumplo con la película “El café de los maestros”. La fui a ver hace un mes al Gaumont, en frente a la plaza de los Dos Congresos. Cine del Estado, del INCAA para ser más precisos. Cuatro salas, sillas cómodas y boleteros que atienden sin esas cabinas blindadas con cristales antimisiles que usan en los Hoyts.

A falta de una crítica calificada, acá van algunos apuntes sueltos e imprecisos.

Santaolalla, sacate las plumas.

Mañanas campestres, Bajo fondo, Árbol… Uh, qué loco! Metí una chacarera para los pibes. Secreto en la Montaña, Babel, dos premios Oscar bajo el brazo, orgullo nacional. Muy bien, aplausos. El dulce de leche, la birome, Norma Aleandro y Saltalaolla. Listo, ya está. El vedettismo del músico y productor me tiene podrido.

Arranca la película con la llegada en avión del ex Arco Iris a Buenos Aires. Se despierta con cara de “ufff, qué viaje largo, todo sea por encontrar a Horacio Salgán”. Hace la gran Ry Cooder en La Habana. La diferencia es que Cooder vive en California y llega en un Chevrolet 57 en busca de unos músicos cubanos a los que nadie recordaba. En cambio, para encontrar a Horacio Salgán no hay más misterio que buscarlo en la guía telefónica. O preguntarle a Antonio Carrizo. Te tomás un taxi y te deja en la puerta.

Después de esa primera escena, Saltalaolla, aparece cada diez minutos tocando perillitas en la consola de sonido. Listo Gustavo, ya sabemos que la tenés clara con la maquinola. Correte que llegó Mariano Mores.

Mores banca la parada

El tipo llega al ensayo con unos pantalones de cuero negros ajustadísimos y camisa blanca. Tremendo. El peinado impecable. No, Mariano Mores no usa peluquín. Al menos no para los porteños. Vayan a decirle a los cordobeses que la mona usa peluca. Te cagan a trompadas.

Saluda, agarra las partituras y pone primera. “Tarararia laira”, masculla, y sólo el diablo sabe las combinaciones siniestras de negras y corcheas que pasan por su cabeza. Después se acomoda en el piano y lo prende fuego. Si Jerry Lee Lewis lo viera se sentiría un pelotudo.

La vieja guardia aguanta los trapos

La película deambula entre ensayos y entrevistas mechadas con imágenes (poco logradas) for export: Corrientes, las clases de baile del Rosedal, el hipódromo y hasta una excursión innecesaria a la bombonera. Lo mejor sucede en el apretado resumen del concierto en el Colón.

Salgán, mezcla rara de Woody Allen con bigotitos a lo Clark Gable, sale al escenario y el teatro se derrumba. El estallido de aplausos para el único tanguero abstemio de la historia es tremendo. Leopoldo “toqué con todos” Federico copa la parada con el pecho inflado, los lentes gruesos y el bandoneón como una prolongación de las manos. Virginia Luque, la morocha por excelencia, se tira el ropero encima e irrumpe con más glamour que Marilyn.

La vieja guardia de los 40’ y 50’ se come crudo al siglo XXI. Punto, contrapunto, tango rante, burlón y compadrito. Sobre el final, con Taquito militar al palo, me olvidé que estaba en el cine, me paré y aplaudí. Sí, quedé como un gil.

El grito

Esta mañana me subí al 21 en Liniers. Entregué el boleto que me picó el chofer y enfilé para el fondo en busca de mi ubicación. Con los asientos que daban a la ventanilla ya ocupados, elegí uno del lado del pasillo junto a una veinteañera vestida de oficinista. Camisa blanca sin mangas metida dentro del pantalón tostado de gabardina. Cinturón finito marrón a tono con los zapatos y la cartera. Tenía los ojos chiquitos, como si recién se hubiera levantado.

Afuera el aire estaba pegajoso, viciado de una humedad espesísima que adentro del colectivo se tornaba vapor caliente. Ese vaho viscoso subía desde el piso, se filtraba por las botamangas de mi pantalón y me trepaba hasta el cuello. Era un baño turco sobre ruedas.

En busca de una bocanada de aire fresco, mi compañera de asiento hizo un intento por abrir la ventanilla que permaneció clavada en su lugar. Se mordió los labios en un gesto de fastidio y enseguida redoblo su esfuerzo con el mismo nulo resultado. Me ofrecí en su ayuda con una mirada noble y la oficinista la acepto gustosa. Tomé el mango y empujé la escotilla con la fuerza que creí necesaria. No se movió nada.
- ¿Me permitís?- Le dije señalando su asiento y mostrando mi intención de utilizarlo como palanca para un esfuerzo mayor. La oficinista me hizo un gesto alentador.

Agarré de nuevo la manija con la mano izquierda y apoyé el brazo derecho sobre el respaldo del asiento, tomé aire y empujé la ventanilla con toda la fuerza. No se movió. Respiré otra vez y volví a empujar con más fuerza aún. Sentía la cara roja y un temblequeo en los brazos. Así me mantuve varios segundos, hasta que me salió una especie de gritito gutural. Fue pequeño, cortito, pero suficiente para no pasar desapercibido por mi compañera. La ventanilla cedió apenas un centímetro.

- Está durísima- le dije mientras me secaba las gotas de sudor de mi frente y clavaba mi mirada sobre el suelo, avergonzado.

- Sí, igual algo se movió.- me respondió.

Sacó de la cartera un mp4, se puso los auriculares y desvió los ojos hacia la avenida. Los mismos ojos que antes me habían parecido pequeños y ahora aparecían gigantes y crueles.
* Imagen: El grito, Edvard Munch.

Deprisa

Recomendaciones para una noche de estas.

Pasar por el video club más cercano y alquilar la película “Deprisa, deprisa” (Carlos Saura; 1981).

La historia no es gran cosa. Cuatro jóvenes de los suburbios de la España pos franquista que viven al límite entre asaltos, drogas y erotismo. Nada original, zafa. La clave está en la banda de sonido.

Poner al mango el volumen de la tele cada vez que suene el tema “Melancolía” de los Chunguitos. Sacarse la ropa y bailar desnudos de manera desenfadada, con los brazos y las piernas agitándose como si quisieran desprenderse del torso.

Si es necesario, rebobinar la cinta (no creo que se consiga en dvd) y repetir la operación hasta sentir en cada fibra del cuerpo un volcán de lava eléctrica en erupción.

Si no quieren comerse toda la película para llegar al éxtasis, pueden darle play al tema a continuación.

* La versión original pertenece a Camilo Sesto, pero hay que ser muy guapo para poner al cantautor a todo lo que da.



Se necesita camarera

La Toja es un bar que queda en Avenida de Mayo y Alvarado, a dos cuadras de mi departamento. Este año arrancó con un cartel en la vidriera: “Se necesita camarera”. Era el mismo anuncio de letra imprenta escrita con fibrón negro que el año pasado apareció doce veces.

La fonda es propiedad de dos hermanos que están todo el día sentados en una de las escasísimas mesas que se ven ocupadas. Toman café y gaseosas, nada de alcohol, y clavan una picada diaria.

Y claro, les deben pagar dos mangos”, fue lo primero que pensé al ver de nuevo el mismo aviso aparece una vez por mes. “Encima, estos dos les miran el orto todo el día”, rematé.

En “La tragedia de un hombre honrado”, Roberto Arlt se burla del dueño de un café que hace trabajar a su propia esposa para ahorrarse los ochenta pesos mensuales que debería pagar a un empleado. La amargura de este hombre se desata por los celos que le provocan las miradas libidinosas de los clientes hacia su cónyuge:

Son ochenta pesos mensuales. ¡Ochenta! Nadie renuncia a ochenta pesos mensuales porque sí. El ama a su mujer; pero su amor no es incompatible con los ochenta pesos. También ama su frente limpia de todo adorno, y también ama su comercio, la economía bien organizada, la boleta de depósito en el banco, la libreta de cheques. ¡Cómo ama el dinero este hombre honradísimo, malditamente honrado!

La última empleada del bar de Ramos era una morocha voluptuosa de pelo cortito muy rizado y un culo que rajaba la tierra. Los ojos de los hermanos se desencajaban con el vaivén de las caderas de la morena que gambeteaba las mesas, las sillas y las arremetidas de los clientes. Al cabo de un mes, la diva se esfumó y reapareció el cartel.

La Toja opera de manera inversa a la aguafuerte arltiana. Las chicas se exponen a la mirada lasciva de los patrones por ochenta pesos mensuales (o el equivalente). Los dueños maximizan sus ganancias, alimentan la libido y no exponen ni su patrimonio ni su frente limpia.

La pequeña empresa familiar ha desaparecido.

Felicidades


Ford Falcon modelo 1978. El clásico argentino. Color rojo gastadísimo. Viaje de Ramos a Morón.

Remisero: ¿Y vos dónde pasás las fiestas?
Ventarrón: En la casa de mis viejos, tranca. ¿Vos?
Remisero: No… Yo hace cinco años que me peleé con mi familia. El 24 y el 31 los paso religiosamente en el cabaret. Ahora pusieron uno hermoso acá sobre Rivadavia.

Rock is dead

En los noventa había que escuchar rock and roll. Empezar con alguna bandita local, mechar algún clásico setentoso y comprarte alguna remera en Locuras con el logo de un grupo fetiche.

Recién ahí tenías derecho a sentarte en la puerta de lo del ruso, el primero que tuvo un equipo más o menos pulenta. Sacaba los parlantes por la ventana y escuchábamos un par de veces seguidas el disco cuatro de Led Zeppelin. Los más grandes fumaban, comentaban pasajes de la guitarra de Page y arriesgaban historias sobre el cantante: “Robert Plant tenía una dentadura de mierda y cuando se la hizo corregir le quedó la voz así”.

El paso final era agarrar una viola, tirar Re, Sol, La y listo, a rockear. La pentatónica era la escala divina. El que la subía y la bajaba sin tropezar alcanzaba un protagonismo envidiable.

El rock era un paradigma Kunhiano, fuera de él todo era reducido a la pura negatividad.

Ahí afuera estaba la cumbia con sus morenas pulposas como las sirenas mitológicas de la Odisea. El ruso subía el volumen y los parlantes saturaban. Él era el Ulises del barrio y el resto los marineros amenazados por el canto hechicero.

Hoy pasé por una disquería de Liniers que estaba pasando un temazo de Ráfaga y pensé dos cosas. La cumbia melódica de los noventa es un género del carajo. Y Richard, estrella de las seis cuerdas tropicales, le pasa el trapo a más de un rockerito.

Ahora dice que este blog no está abandonado

La falta de actualización de esta página durante casi dos meses no se debería a su abandono sino a un proceso de “empelotamiento intelectual” del autor cuyas razones aún se desconocen.

Creo que Ventarrón se dio cuenta que tocó fondo cuando publicó un post sobre Facundo Pastor. Es muy difícil volver después de caer tan bajo”, dice Serafín, un antiguo colega.
Me parece que el blog dio todo lo que podía dar. Algunas líneas dedicadas a un desamor, otras sobre un tango, unas más sobre una gresca en un colectivo, y hasta ahí llegó. No se pueden pedir peras al manzano”, sostiene Adriana, autora del blog “Refranes desvirtuados”.

Otras voces cercanas al escritor opinan que su desaparición estaría relacionada con problemas de polleras. “Abrió el blog porque le dijeron que con eso se gana minitas”, dice un ex compañero de copas que prefiere mantener en el anonimato. “Iba a las fiestas, encaraba a una chica y le decía – Me tenés que conocer, yo escribí “Al cielo de tu boca”- y le repetía unas líneas de memoria. Un pelotudo”. Los sucesivos desaires, rechazos y hasta denuncias policiales de las cortejadas ante la insistencia del galán habrían desalentado su producción artística.

En contraposición, algunos amigos y parientes sostienen que Ventarrón se tomó estos dos meses para relanzar el blog a través de un repertorio de nuevos recursos que hagan uso del potencial multimediático del espacio. “El medio es el mensaje”, dice la tía del malevo mientras termina un partido de buscaminas y nos muestra el emoticón con anteojos negros que se sucede a su victoria en el juego. “Se anotó en el curso de diseño güeb que se da acá en la sociedad de fomento. En este medio, si te quedás, te pasan por arriba”, insiste entusiasta.

De todas maneras, todos coinciden en pronosticar la pronta reaparición del escriba.

Tiembla Don Corleone

Anoche me comí enterito “Documentos América”, un programa de investigación periodística conducido por Facundo Pastor y dedicado a la caza de giles.

La emisión de ayer prometía desbaratar una banda de falsificadores que operaba en la zona de Tigre fraguando todo tipo de documentaciones. Pero a medida que el programa avanzaba uno comenzaba sospechar que los tipos no estaban tras las huellas de una nueva Operación Bernhard ni mucho menos. Toda la papeleta imitada eran títulos de colegios secundarios y certificados médicos al módico precio de cien pesos el primero y quince el segundo. Es decir, la modesta recaudación no parecía ser la fuente de financiamiento de la mafia siciliana radicada en el norte de la provincia.

El programa mostraba la indagación de Pastor que recorría los colegios y los hospitales a los que los certificados decían corresponder en busca de pistas que lo llevaran hasta los maleantes. Hasta que finalmente el joven reportero sorprende a la organización delictiva in fraganti: una vieja modista de unos sesenta años le vendía los certificados a dos pinches del programa montados con cámaras ocultas. El resto de la organización estaba compuesto por… la hija de la señora (implicada por… ¡atenderse en el hospital de los certificados truchos!).

La pobre vieja aparece recontra escrachada por las cámaras ante el interrogatorio incisivo del pelotudo de Facundo (“¿Qué es lo que entrega señora? ¿Qué es esa documentación? Dé la cara señora.”) mientras un patova del equipo traba la puerta de entrada para que la señora no pueda meterse de nuevo en su casa. Cuando la peligrosísima malviviente logra zafar, el buchón de Pastor sale a hacer una recorrida por el barrio preguntando a los vecinos sobre su conocimiento de los ilícitos de la modista.

Para el cierre del impresentable programa, el conductor se jacta de su valentía y de haber desenmascarado a la viejita que representaba un verdadero peligro social: cualquier joven inescrupuloso podía comprar certificados para justificar un faltazo al trabajo o un título secundario para laburar de repositor.

Eso, en mi barrio, es de botonazo y cagón.

Al cielo de tu boca el purgatorio

La clave era camuflar cualquier indicio de mi timidez, no dejar ningún resquicio por donde se filtrara. La amenaza más grave era el silencio y el ridículo, en ese orden. Como si la afasia me fuese a dejar desnudo frente a cientos de miradas burlonas.

Muchos novatos tienen una habilidad casi innata para superar este primer escollo con una facilidad humillante. Encadenan una palabra tras otra, escupen sujetos, predicados y entretejen circunstanciales como acróbatas lingüísticos.

Yo no soy así. Hasta entonces no lo había comprobado, pero ya lo intuía. Pensaba que mis palabras se iban a enmarañar hasta volverse impronunciables o que iban a desaparecer ante la mirada altanera de esa morocha que pisaba segura sobre la pista. Pero aún si una erupción de coraje brotara de mi garganta y enlazara seis oraciones al hilo, cada palabra tenía además que destacar algún otro mérito que justificara la atención de aquella musa. Con la valentía sola no iba a llegar más lejos que cualquiera de esos descarados que probaban suerte ante la divinidad de aquella noche.

Toda tentativa de seducción se basa en el equilibrio entre disimular defectos y resaltar virtudes. Durante aquella noche, cualquier bache de silencio iba a revelar la farsa de mi seguridad arremetedora. Pero el papel de idiota diciendo estupideces no era más atractivo que el del galán enmudecido.

Avancé dos pasos hacia ella, pero sus ojos encendidos me descubrieron y disuadieron mi hidalguía. Fue una mirada repentina que me bastó para medir lo grotesco de mi cuerpo diminuto y desgarbado al lado de su figura celestial.

Volví a estudiar mis pasos antes de arrancar. Imaginé el abanico de posibles reacciones y armé un repertorio de recursos para tener a mano ante salidas inesperadas. Esperé que cediera el temblequeo de mi cuerpo y respiré profundo. Me acerqué a ella por detrás para tener a mano la posibilidad de consentir a mi cobardía por segunda vez. Cuando estaba a centímetros de su nuca volví a repasar la frase que le había robado a un poeta amigo y la solté impune:

- Si no te das la oportunidad de conocerme, no tendrás nunca el placer de olvidarme.

- Demasiado larga- pensé a mitad de camino. Con la última brisa de aire que me quedaba salieron las sílabas finales, casi imperceptibles.

Antes de mi desmayo ella se dio vuelta:

- Ubicate, pelotudo.- Sentenció.

Apuntes olímpicos

Comenzaron los juegos olímpicos y con ellos la oportunidad para sacudir la modorra de este block. Es esta una empresa riesgosa, ya que la crónica de tono jocoso sobre eventos deportivos debe evitar recursos malgastados.

El principal es el utilizado por los programas televisivos y las campañas publicitarias que se mofan de la euforia circunstancial que se produce durante la realización de estos acontecimientos atléticos: “Ahora resulta que todos sabemos de básquet” o “Ahora todos saltamos en garrocha”. Los periodistas deportivos se quejan de la invasión del interés popular en disciplinas exóticas que consideran monopolio exclusivo de sus saberes: “Ahora todos miran nado sincronizado”. Se genera así un clima de sospecha de los profesionales hacia los entusiastas aficionados.

A ver poligrillo: ¿Cuándo querés que me interese por un partido de badminton? ¿Cuándo juegue Obras Sanitarias contra la Liga de Amas de Casa? ¿Y por salto en largo? Si vos tenés ganas de ver cinco tipos jugando a ver quién salta más lejos durante todo el año, problema tuyo. A mí con una vez cada cuatro años me alcanza.

La ubicación geográfica de estas Olimpiadas da lugar también a numerosos chistes sobre las costumbres chinas. Hay entre ese tedioso repertorio dos tipos de humoradas que a este cronista le hacen mucha gracia. La primera es la chanza realizada sobre los usos horarios, por ejemplo, “el partido de Argentina vs. Australia se jugará el domingo a las seis de la mañana, ¡qué temprano se levantan los chinos che!”. La segunda es la utilización fraudulenta del término “oriental”, por ejemplo, “entre las costumbres orientales no se permite el beso en la mejilla, ¡qué recios son los uruguayos!”. Estos dos chistes, junto al del paisano que va a comprar supositorios, son hazañas de la historia del humor y no podemos renunciar a ellos.

En otro orden de cosas, queremos celebrar un acto de justicia olímpico: la exclusión del rugby como disciplina deportiva. Un juego en el que treinta tipos grandotes, sucios y transpirados gustan de entrelazarse, abrazarse, empujarse y manosearse entre ellos, no debe considerarse más allá del rango de orgía. Con toda la simpatía que me merecen las fiestas sexuales, ninguna de ellas se autoproclama deporte ni reclama medallas para sus mejores participantes.

El Comité Olímpico camufla su desdén hacia este juego alegando que, al desarrollarse la competencia en sólo dos semanas, no hay tiempo suficiente para que los jugadores se recuperen entre un partido y otro. Cualquier deportista consideraría esto un insulto y contestaría con frases compadritas como “me la banco contra todo el comité olímpico, te juego tres partidos por día y de noche me voy a hombrear bolsas al puerto”. Sin embargo, los rugbiers admiten su exclusión sin chistar ni organizar una resistencia digna, como lo haría hasta un equipo hasta un equipo de gimnasia artística de nenas de cuarto grado. A confesión de partes, relevo de pruebas. No hace falta que diga que un aficionado a las orgías no tendría problemas en mantener una regularidad diaria.

Por último, el nombre tradicional en español para designar a la capital de China es Pekín, no Beijing. ¿Acaso ahora vamos a llamar perro beijingués a esos monstruos diminutos de colmillos sobresalientes y ladrido de soprano?

Conversación imaginaria con el pelotudo que iba ayer en el 21 escuchando música por su celular

- Flaco, ¿no tenés auriculares?

- No, ¿por?

- No, qué se yo... ¿vos sabés si a todos los que estamos acá tenemos ganas de escuchar eso?

- ¿No te gusta la Renga?

- Sí.. bah, no. Pero no es el punto.

- Uh, careta, aguante el rock and roll. ¿Te gusta la cumbia a vos?

- No, bah.. sí, algún tipo de cumbia... bueno, pero no es la cuestión...

- Yo soy del palo del rock, ¿me entendés?

- Claro, te entiendo, me parece bien...

- No, no te parece bien porque no te cabe el rock.

- Sí me cabe el rock, no me gusta la Renga.

- ¿Por qué?

- Porque me parecen muy pobres musicalmente y bastante pelotudos cuando se hacen los rebeldes, pero no era lo que te quería decir.

- ¿Pelotudos cuando se hacen los rebeldes? ¡Tomatelá! (Canta) ¡No me interesa ningún tipo de política ni el demócrata ni el fascista porque me tocó ser así, ni siquiera anarquista!

- ¿Ves? Das justo en la tecla. Por eso me parecen unos boludos ¿Te da lo mismo un sistema democrático que el facismo?

- No, no me interesa ningún sistema.

- Si no te interesa te da lo mismo.

- (Otra vez canta, pero ahora también agita los brazos y me apunta con el índice) ¡Yo veo todo al revés, no veo como usted, yo no veo justicia sólo miseria y hambre o será que soy yo que llevo la contra como estandarte!

- Ah, sí. Seguro que sos vos. Si acá todos los que viajamos en este bondi de mierda nos pensamos que vivimos en Suecia.

- Flaco, a vos te compró el régimen.

- Claro, claro. Y vos cantando esa gilada sos la reencarnación del Che. Igual no te hablaba ni de tus gustos musicales, ni de tu posición política, ni de tu capacidad única para ver desdicha en un mundo que a todos los demás se nos aparece justo y armonioso. Lo que te digo es que me parece una cagada que pongas tu celular sonando a todo lo que da y que todo el colectivo tenga que escuchar esa guitarra distorsionada al mango saliendo por un parlantito todo saturado.

- Chabón, este celular sale siete gambas, ¿sabés el sonido que tiene?

- Sí, un sonido mono. Un sonido del orto que no se usa desde 1957, cuando a algún salame más vivo que vos y que yo se le ocurrió grabar música por dos canales diferentes para evitar que se sature un sólo canal con todos los sonidos juntos, tal como pasa con esa mierda de celular que me está quemando los oídos a mí y a todos los que estamos viajando desde que pusiste tu puto culo en este asiento.

- (Grita a todo el colectivo) ¡Le gusta la cumbia! ¡A este puto le gusta la cumbia!

- ¡Pará infradotado! Lo único que te digo es que te pongas unos auriculares para que no jodas a todos los demás, estés escuchando la Renga, la Coja, la Vieja tullida, o la Putísima madre que te parió.

- No tengo auriculares. Y voy a escuchar mi celular como se me canta.

- Bueno, dale. A mí se me antoja cantar Nino Bravo a los gritos: (canto) DEJARÉ MI TIERRA POR TI, DEJARÉ MIS CAMPOS Y ME IRÉ LEJOS DE AQUÍ. CRUZARÉ LLORANDO EL JARDÍN Y CON TUS RECUERDOS PARTIRÉ LEJOS DE AQUÍ…


En lugar de todo esto mascullé mi odio, busqué sin éxito abstraerme en los paisajes de una avenida embotellada y me imaginé palabra por palabra todo lo que le hubiera dicho.

MG

Lo primero que me llamó la atención fueron sus generosas piernas cruzadas asomándose desde una minifalda negra. Estaba sentada en un banquito redondo de un metro de altura, de esos que ponen en la barra de los bares para que los bebedores de turno se inclinen hacia sus copas apoyados sobre uno de sus brazos. Con el pie izquierdo marcaba los tiempos del reef de “Cerca de la Revolución”. Miraba paciente a un García rubio de raíces negras y tiraba paredes con su instrumento apoyado sobre el muslo derecho mientras el músico la ojeaba despatarrado sobre un sillón. Él preguntaba con una pentatónica sencilla y grave y ella le contestaba con los dedos saltando entre los trastes y trepando por el mástil de su guitarra acústica recortada, hasta llegar a las notas más agudas.

En medio de sus ojos negros nacía temprana la nariz huesuda, que era el centro de sus rasgos mapuches heredados de su tatarabuelo, el cacique Epumer, al que Lucio Mansilla definió en su famosa excursión como “el indio más temido entre los ranqueles, por su valor, por su audacia, por su vehemencia cuando está beodo”.

Con la criolla de mi viejo yo imitaba los solos que ella plasmó en aquel acústico en el que Charly dejó algunos de sus últimos destellos. Reproducía, rebobinaba y volvía a reproducir el VHS en el que lo tenía grabado, y descifraba cada pasaje dentro de las escalas que me habían pasado algunos amigos que tocaban con más seriedad que yo.

Cuando sobre el escenario de Obras cantaba “No te animas a despegar”, sola con su Gibson Les Paul fucsia, su voz ochentosa me acariciaba las manos.

Para esa época ya estaba de novia con Darío Lopérfido, secretario de cultura del gobierno porteño de Fernando De la Rúa y luego vocero presidencial. Un pelotudo de Franja Morada que jugaba de progre para la tribuna cuando organizaba recitales de rock en Tilcara y festivales de jazz en Bariloche, pero mostraba la hilacha cuando defendía la reforma laboral y armaba los discursos presidenciales que anunciaban los nuevos índices de desempleo.

Una noche me la crucé por la avenida Jujuy. Charly acababa de editar “Say no more”, uno de los peores discos de su historia, y lo presentaba en un show poco difundido en el bar que Javier Martínez, ex líder de Manal, tenía en el barrio de Once. Yo andaba sólo y ella venía de frente vestida de negro, acompañada por Érica di Salvo, la entonces violinista de la banda. La seguí de reojo, tímido, y cuando me advirtió desvié la mirada de manera brusca y torpe.

El recital comenzó con bastante retraso por los recurrentes caprichos del bicolor. Nunca entendí la paciencia militante de los fans: “Cuando venís a ver a Charly sabés a lo que te exponés”, decían los más boludos. Tiempo después, como supe a lo que me exponía, dejé de ir. Pero aquella noche Charly salió al escenario mucho más tarde de lo previsto, tocó con gran inspiración durante tres horas y se fue sin bises. Yo me pedí una cerveza y me quedé haciendo tiempo, esperando el primer tren de la mañana para volver.

Dos horas después, cuando no quedábamos más de veinte personas, Charly volvió a salir al escenario seguido de María Gabriela, el batero y el bajista. Con la banda reducida combinó temas propios, de los Beatles, Prince, Bob Dylan y otros clásicos. Yo estaba a los pies del escenario y frente a mí ella se lucía con su Telecaster ocre al mango. Con la noche al borde del amanecer, García casi sin voz y mi violera fetiche al frente del micrófono, tocaron los temas que el público les pedía.

Sobre el final de la zapada aproveché un intervalo en el que Charly discutía con el encargado del bar y le pedí a María Gabriela que tocara “No te animas a despegar”. Ella miró a Charly que estaba al filo del escándalo, esbozó una sonrisa como diciendo “Te lo debo” y se escondió detrás del escenario.

Deja ya de joder con la pelota

- Entrás para la ’79 pibe. Vas a jugar por el Tokio.-
El imperativo se clavó certero en mis espaldas, trepó por la columna vertebral, se enredó en mi cuello y me anudó la garganta con tanta fuerza que mi intento de respuesta resultó en un exiguo y casi agonizante “si” que nadie percibió.

Había entrado a jugar al club hacía pocas semanas. Hasta entonces había sido un chico de departamento cuyo contacto con el fútbol se había limitado al simulacro de penales con su viejo como arquero y una pelota de gajos rectangulares celestes y blancos, casi tan liviana como el aire.

Cuando las dimensiones del hábitat familiar se estrecharon tras el nacimiento de mis hermanos mellizos, la mudanza a una casa de barrio trajo aparejado un mundo nuevo para un pibe de siete años: la calle, el potrero y la sociedad de fomento. Los tres espacios eran de frecuencia obligatoria para todos los aspirantes al respeto y la simpatía de las pandillas infantiles.

Así llegué a Villa Colombo.

- ¿Qué categoría sos, pibe?
- Ochenta.
- ¿De qué jugás?
- No sé…
- ¿Arriba o abajo?
- ¿Qué es arriba o abajo?


Esa fue mi primera conversación con el Inglés, un cuarentón muy parecido a Rodolfo Bebán que hacía de técnico del equipo. Pocas semanas después no sólo tenía que jugar para una categoría más grande sino que me tocaba reemplazar a la figura más relevante del club.

El Tokio era a Villa Colombo lo que su ídolo en retirada, Ricardo Bochini, era a Independiente: un estratega sin una gran velocidad pero con una gambeta paciente, una pegada certera y una lectura del juego que lo hacía moverse por la cancha con distinción.
La primera vez que me toco enfrentarlo en la canchita Costa, sede del fútbol no institucional, el Tokio hilvanó una jugada infernal que me tuvo como víctima. Había encarado por el lateral derecho y tirado dos caños a los defensores de turno, se aproximó a mi figura, el último obstáculo antes de su llegada al arco, me miró a los ojos y con un simple gesto me advirtió que iba por el tercer túnel consecutivo. Enemigo de las gestas heroicas, decidí mantener mis piernas juntas pero el Tokio, que adivinaba el momento en que el cerebro perdía control sobre las piernas del adversario, tiró dos amagues y, ante la mínima separación de mi pierna diestra, pasó la pelota entre esta y la siniestra, enfrentó al arquero y definió con un tiro cruzado y rasante.
A semejante monstruo me tocaba reemplazar.

La existencia de jueces, camisetas identificatorias, tiempos de juego preestablecidos, puntajes, tabla de posiciones, tribunas locales y visitantes y tablero con el marcador del partido son algunas de las razones por las que me parece un despropósito llamar “amateur” al fútbol de los clubes barriales. La ausencia de dádivas no es razón suficiente para considerar aquella actividad como “no profesional”, por no mencionar las presiones a las que se somete a los pequeños players.

Luego de un partido que perdimos 5 a 4 me encontré en el vestuario con una escena muy particular: nuestro arquero, Beto, lloraba sentado con los codos apoyados en las rodillas y las manos, con los guantes todavía puestos, tapándole la cara. Le pregunté qué le pasaba y el inglés, que hasta ese momento intentaba consolarlo, se dio vuelta, me miró endiablado y me gritó: “¡Llora porque le corre sangre por las venas y no mierda como a vos!”. Mis ocho años no alcanzaron para mandar al carajo al entrenador.

Al comienzo de cada entrenamiento, el inglés se paraba en el centro de la cancha con varias pelotas al pie y nos hacía correr alrededor por el perímetro del campo que emulaba la cadena de montaje de una fábrica de los inicios de la Revolución industrial. Desde aquel lugar privilegiado, cual capataz de la industria, lanzaba pelotazos contra aquellos que aminoraban su marcha. Semejante peligro sólo podría ser enfrentado por verdaderos profesionales.

Los que nunca recibían un pelotazo eran los de la ’79, la categoría favorita del club. Al talento del Tokio se sumaba la velocidad del Kity, la personalidad del Raulo y la potencia de un gordo cuyo nombre no recuerdo. En aquel partido fatídico faltaron los tres pilares y los chicos de la ’80 tuvimos que reemplazarlos. Se jugó en Ciudadela, cerca de los cuarteles. El resultado fue catastrófico: 16 a 0.
La historia del club que vio nacer al Cacho Borelli, defensor central que integró el plantel de la selección que jugó el mundial ’94, no recuerda un resultado más bochornoso.

Malevos que ya no son


Por las mismas razones por las que los desencuentros amorosos resultan más poéticos que los romances bienaventurados, los malevos en el tango están predestinados al infortunio.

El primer caso es ya una verdad de pedregullo. La canción “qué bien me llevo con mi novia” es pobre, previsible y empalagosa. Tal es el caso de aquel que ha caído por primera vez en un enamoramiento y, a causa de tal estado, la gente en la calle le parece más buena: “La felicidad que me dio tu amor hoy hace cantar a mi corazón” no parecen los versos más logrados de la poesía contemporánea. Por el contrario, los desengaños, la desesperación y la angustia han sido mucho más generosos con la inspiración artística.

Claro que este ejemplo no es prueba suficiente de nada. Es evidente que si Evangelina Salazar abandonara a Palito en medio de adulterios y humillaciones, el ex gobernador de Tucumán no escribiría nada muy distinto a la constante que atraviesa su obra (podría ser algo así como “La tribulación que me dio tu partida hoy hace llorar a mi corazón”, versos que serían acompañados por alguna referencia a lo mezquina que le parece al autor la misma gente que otrora le parecía más generosa). Es decir, en este caso, la pobreza de la prosa no depende de la presencia del éxito o el fracaso como tópicos de la canción sino en la ausencia de talento en el compositor.

Aún así, la derrota ha estado siempre por encima del triunfo en la creación artística. No vamos a hacer un listado exhaustivo, pero a este escriba lo conmueve más Garúa que cualquier pelandrún que lleva a su novia a pasear al jardín japonés.

Lo mismo sucede en los arrabales. La guapeza, lejos de ser condición eterna de quien la detenta, es siempre perecedera. El maleante está invariablemente sentenciado a una derrota que puede adoptar diferentes formas: la pérdida del valor, la humillación frente a los pares, la cárcel o la muerte.

En Malevaje, el pendenciero que se ve “perdiendo el cartel de guapo que ayer brillaba en la acción” por los favores de una dama termina confesando: “Ayer, de miedo a matar en vez de pelear me puse a correr” y remata “si yo que nunca aflojé de noche angustiao’ me pongo a llorar”.

El mismo Ventarrón, “el malevo mentado del hampa”, “el más taura entre todos los tauras”, deja Pompeya y durante largos años va gastando sus guapezas para volver “sólo triste y casi enfermo, con sus derrotas mordiéndole el alma” a buscar la fama que otro ya conquistó.

El Tigre Millán es quizás uno de los casos más patéticos: “Mala suerte, pobre Tigre, siempre tuvo en cuestiones de escolasos y de amor”. El desdichado no solamente no fue beneficiado por la creencia popular (que sugiere que la suerte en el juego mantiene una relación inversamente proporcional a la fortuna en el amor, de manera que todo el mundo goce de cierta dicha en uno u otro rubro) sino que, al final, lo terminan haciendo boleta por la traición de su cortejada.

La desdicha de aquel que fue y ya no es se impone como musa privilegiada en los relatos sobre la bravura. Tal como sucede con el amante frustrado frente al que camina de la mano de su pretendida, la imagen del compadrito llorando es mucho más perturbante que cualquier otario vociferando que es el más rudo de su barrio.

El problema es que uno puede andar fracasando indefinidamente en sus amores y en sus duelos a cuchillo y nunca escribir cuatro líneas respetables. Así como uno puede clavarse un LSD todas las mañanas y nunca componer Sargent Pepper’s. Suponer lo contrario (es decir, que el fiasco garantiza la creación) es ciertamente peligroso. Ahí andan tipos con pretensiones artísticas intentando conquistar amores imposibles para luego hacerse abandonar, tajeando dos o tres maulas en los suburbios para ganarse el mote de malevo y autodenunciarse a la cana o quemándose la cabeza con drogas alucinógenas.

Al menos podemos especular con que Discépolo hubiera renunciado a escribir Chorra a cambio de los encantos de la hija del guerrero malandrín y estafador.

Las runflas persistentes

Mi infancia tuvo un potrero a dos cuadras de su casa.

Claro que ya nadie lo llamaba de tal manera. A más de un siglo de la deserción equina en Ramos Mejía, las extensiones de tierra reservadas a caballos y potros habían evolucionado hacia plazas y canchas de fútbol. De manera que ya ninguno de nosotros llamaba potrero a la canchita Costa, aunque tampoco nadie sabía a qué Costa refería su nombre.

Fenomenológicamente, esa marginalidad en el mote retumbaba sobre la esencia de la plaza. Las palabras son las cosas. Frente a los imponentes próceres José de San Martín y Bartolomé Mitre que procuraron su nombre para la plaza céntrica de Haedo y Ramos respectivamente, la canchita Costa tomaba prestado el apellido de un ser ignoto de existencia incierta.

La geografía tampoco le fue favorable: el despliegue de la plaza bordeando las vías del ferrocarril la convertía en un espacio ciertamente peligroso. Esas vías fueron mis pantalones cortos. Durante mucho tiempo tuve prohibido cruzarlas sin la presencia de mis viejos. Aunque la norma fue muchas veces transgredida, la preocupación materna tenía su motivo: pocas semanas después de mi llegada al barrio el tren había arrollado a un pibe, “el grillo”, que corría en búsqueda de una pelota perdida.

Quizás fue aquella anécdota la que dio nacimiento a uno de los juegos más practicados en la canchita: tirarle piedras a los trenes. Pero no a todos los trenes, sino sólo a los de carga. Los códigos del barrio reprimían verbal y hasta físicamente a los idiotas que osaban apedrear a un tren de pasajeros poniendo en riesgo a los viajeros del ferrocarril. El único blanco permitido y casi obligatorio eran los vagones de carga. Los partidos de fútbol llegaban a interrumpirse ante el paso de un tren que se imponía como blanco de nuestra puntería.

Es posible que la muerte del grillo no haya tenido relación con la práctica de este esparcimiento. Incluso es probable que el juego sea anterior al accidente. Nunca quise averiguarlo, me gusta pensar que fue aquella tragedia lo que engendró en los pibes del barrio aquel odio hacia los trenes.

La ausencia de cuidados municipales, placeros y entidades oficiales hacían de la canchita un espacio de autogestión que los cooperativistas envidiarían. Los pibes y los grandes trabajábamos mancomunados: cortábamos el pasto, plantábamos árboles, pintábamos los pocos juegos que había y manteníamos la cancha.

Los grandes eran un grupo de vagos liderados por el Caio, un flaco alto de rulos copiosos que se dedicaba a la compra y venta de sustancias ilegales. El dealer de la canchita.

Cuando a mis quince años el Caio me vio incursionando en el tabaco me sacó los cigarrillos, me los rompió en la cara y me dijo: “sos un pendejo de mierda que no se sabe limpiar el culo y querés andar fumando”. Dejé de fumar, al menos, a la vista del Caio.

Hace unos meses un grupo inversor presentó un proyecto para construir un complejo de edificios en aquel lugar. El predio que en la década del ‘70 había sido cedido al gremio de La Fraternidad para un plan de viviendas que nunca se concretó y que, abandonado, los lugareños convirtieron en plaza, era ahora comprado por una empresa para negocios inmobiliarios.

La noticia dividió las veredas de los vecinos entre los tilingos que celebraban la obra que iba a “dar vida al barrio” y los románticos empedernidos que no querían ceder el espacio verde, un verde que ya había cubierto los caños oxidados del sube y baja y crecía por las ranuras entre las maderas de las calesitas.

El abandono era el argumento perfecto para los entusiastas del negocio inmobiliario, o, mejor dicho, la treta para sacarse de encima a las runflas persistentes que se montaron en carpas y organizaron festivales.

No sé a qué resolución llegaron las sucesivas asambleas, pero apenas aparecieron unos pilares de cemento en la cancha, el Caio y otros tauras se los tiraron a la mierda. Los pibes de la canchita nunca fueron respetuosos de las formas democráticas.

Anoche pasé con mi hermano por ahí y me encontré con el sube y baja restaurado (atado con unos alambres provisorios, pero restaurado), árboles recién plantados, una nueva cancha de tierra, olor a pasto cortado y al Caio y sus fieles fumando al costado de la vía.

La empresa constructora no volvió a aparecer por el barrio. Algunos dicen que teme correr la misma suerte que los trenes de carga.

La puntería sigue intacta.