Las runflas persistentes

Mi infancia tuvo un potrero a dos cuadras de su casa.

Claro que ya nadie lo llamaba de tal manera. A más de un siglo de la deserción equina en Ramos Mejía, las extensiones de tierra reservadas a caballos y potros habían evolucionado hacia plazas y canchas de fútbol. De manera que ya ninguno de nosotros llamaba potrero a la canchita Costa, aunque tampoco nadie sabía a qué Costa refería su nombre.

Fenomenológicamente, esa marginalidad en el mote retumbaba sobre la esencia de la plaza. Las palabras son las cosas. Frente a los imponentes próceres José de San Martín y Bartolomé Mitre que procuraron su nombre para la plaza céntrica de Haedo y Ramos respectivamente, la canchita Costa tomaba prestado el apellido de un ser ignoto de existencia incierta.

La geografía tampoco le fue favorable: el despliegue de la plaza bordeando las vías del ferrocarril la convertía en un espacio ciertamente peligroso. Esas vías fueron mis pantalones cortos. Durante mucho tiempo tuve prohibido cruzarlas sin la presencia de mis viejos. Aunque la norma fue muchas veces transgredida, la preocupación materna tenía su motivo: pocas semanas después de mi llegada al barrio el tren había arrollado a un pibe, “el grillo”, que corría en búsqueda de una pelota perdida.

Quizás fue aquella anécdota la que dio nacimiento a uno de los juegos más practicados en la canchita: tirarle piedras a los trenes. Pero no a todos los trenes, sino sólo a los de carga. Los códigos del barrio reprimían verbal y hasta físicamente a los idiotas que osaban apedrear a un tren de pasajeros poniendo en riesgo a los viajeros del ferrocarril. El único blanco permitido y casi obligatorio eran los vagones de carga. Los partidos de fútbol llegaban a interrumpirse ante el paso de un tren que se imponía como blanco de nuestra puntería.

Es posible que la muerte del grillo no haya tenido relación con la práctica de este esparcimiento. Incluso es probable que el juego sea anterior al accidente. Nunca quise averiguarlo, me gusta pensar que fue aquella tragedia lo que engendró en los pibes del barrio aquel odio hacia los trenes.

La ausencia de cuidados municipales, placeros y entidades oficiales hacían de la canchita un espacio de autogestión que los cooperativistas envidiarían. Los pibes y los grandes trabajábamos mancomunados: cortábamos el pasto, plantábamos árboles, pintábamos los pocos juegos que había y manteníamos la cancha.

Los grandes eran un grupo de vagos liderados por el Caio, un flaco alto de rulos copiosos que se dedicaba a la compra y venta de sustancias ilegales. El dealer de la canchita.

Cuando a mis quince años el Caio me vio incursionando en el tabaco me sacó los cigarrillos, me los rompió en la cara y me dijo: “sos un pendejo de mierda que no se sabe limpiar el culo y querés andar fumando”. Dejé de fumar, al menos, a la vista del Caio.

Hace unos meses un grupo inversor presentó un proyecto para construir un complejo de edificios en aquel lugar. El predio que en la década del ‘70 había sido cedido al gremio de La Fraternidad para un plan de viviendas que nunca se concretó y que, abandonado, los lugareños convirtieron en plaza, era ahora comprado por una empresa para negocios inmobiliarios.

La noticia dividió las veredas de los vecinos entre los tilingos que celebraban la obra que iba a “dar vida al barrio” y los románticos empedernidos que no querían ceder el espacio verde, un verde que ya había cubierto los caños oxidados del sube y baja y crecía por las ranuras entre las maderas de las calesitas.

El abandono era el argumento perfecto para los entusiastas del negocio inmobiliario, o, mejor dicho, la treta para sacarse de encima a las runflas persistentes que se montaron en carpas y organizaron festivales.

No sé a qué resolución llegaron las sucesivas asambleas, pero apenas aparecieron unos pilares de cemento en la cancha, el Caio y otros tauras se los tiraron a la mierda. Los pibes de la canchita nunca fueron respetuosos de las formas democráticas.

Anoche pasé con mi hermano por ahí y me encontré con el sube y baja restaurado (atado con unos alambres provisorios, pero restaurado), árboles recién plantados, una nueva cancha de tierra, olor a pasto cortado y al Caio y sus fieles fumando al costado de la vía.

La empresa constructora no volvió a aparecer por el barrio. Algunos dicen que teme correr la misma suerte que los trenes de carga.

La puntería sigue intacta.

Por un segundo despertar

La siesta es una arraigada costumbre que recorre de punta a punta toda nuestra geografía adoptando las más diversas formas y características según el sujeto que la practique. He aquí un pequeño inventario de tan saludable tradición que, dada la multiplicidad de variables existentes, no se pretende exhaustivo.

Una clasificación topográfica indicaría que son las provincias del centro de país, con sus climas calurosos y su ritmo sin sobresaltos, las que más alientan la realización de descansos diurnos. En Santiago del Estero el horario de la siesta está determinado con tanta precisión como el del trabajo.

Pero más allá de este ideal, existen otras variables que conviene diferenciar. No es lo mismo “echarse una torrada” en la febril turbulencia porteña que “descansar las piernas” en el amplio horizonte agrícola y ganadero de la Patagonia. En el primero, el espacio desmesurado y enloquecedor no permite la necesaria concentración en uno mismo que requiere una siesta propiamente dicha. De hecho, en Buenos Aires nadie viste pijamas para tal ocasión. En el segundo, el cotidiano itinerario detrás de vacas y maquinarias sólo deja lugar a breves descansos bajo la sombra de un roble. Por lo tanto, allí las siestas se camuflan bajo diferentes formas: torradas, tiradas, echadas, dormidas, entre otras.

No obstante, la multiplicidad de figuras en las que se presenta la siesta no impide encontrar un denominador común que postulo como tesis de este escrito: la siesta es un acto a realizar, un cometido, y no una mera determinación que viene dado al hombre por la naturaleza o por el sistema social. Es más, la siesta escapa a las imposiciones según la cual se come de día y se duerme de noche. La maquinaria social no sólo no necesita sino que desalienta las dormidas diurnas.

Sin embargo este sentido subversivo de la siesta sólo se constituye a lo largo de los años. Cuando uno es niño, la siesta es básicamente un momento de retención de parte de los adultos realizada sobre los menores a través de severas amenazas (“si no te dormís te pego un cazote”) o indecorosas recompensas (“si dormís un ratito te compro un topolino”). Incluso en el jardín se obliga a dormir a los infantes sobre los bancos bajo el chantaje de no dejar tocar los bloques a quien se resistiera. Más aún, mi madre llego a hacerme simular descansos para poder dormir a mi hermano.

Por lo tanto, la siesta sólo alcanza su verdadera condición llegada la juventud y la adultez, cuando se realiza a voluntad y a expensas de la figura del poder: en el colegio en medio de una clase sobre logaritmos, o ya en el trabajo, en una larga visita al baño. Allí los minutos de la siesta se le roban a los tiempos de dominación.

La siesta no es un momento de inactividad, como podría suponer cualquier alma superficial. Se trata de un acto conciente contra las formas mercantilistas que miden el tiempo en términos de costos y beneficios. La siesta viene a romper con la lógica del capital que necesita que el obrero descanse de noche para reponer su fuerza de trabajo para el día siguiente. La siesta del trabajo es una lucha silenciosa contra el patrón por una porción de la plusvalía. La siesta en el colegio permite desoír el discurso de las maestras gordas y patilludas. La siesta en momentos de ocio nos desenchufa de la máquina de consumo reproducida en la televisión.

Por lo tanto, en la lucha por un segundo despertar, ¡perezosos del mundo, uníos!

Contra el otoño y la mar en coche

El otoño es detestable.

Esta afirmación no tiene ninguna pretensión poética. No se trata de la tristeza de las ramas desnudas, ni del crujir de los pasos sobre las veredas. Sobre eso ya habrá escrito algún adolescente bloguero con intenciones (desacertadas) de despertar la atención de alguna dama.

Yo me refiero a algo más mundano. El otoño fastidia por su absoluta indefinición climática. Ni muy muy, ni tan tan, ni chicha ni limonada, ni chomba ni pulóver. Es incómodo, molesto. Uno no sabe como combatirlo.

Contra el invierno uno la tiene clara: mucha lana sobre lana sobre (eventualmente) el suplemento Clasificados de Clarín protegiendo el pecho, guantes (de lana), el pantalón pijama debajo del jean (les juro que mi hermano lo usa), estufa, bolsita de agua caliente a los pies de la cama y doble par de medias.

Contra el verano también las instrucciones son precisas: ojotas, shortcito y permanencia inanimada frente al ventilador (los guapos no tenemos split). Y hasta la primavera tiene la indumentaria propia: remera, saquito y jean celeste clarito.

Pero el otoño no. El otoño se escapa a cualquier determinación. La mal llamada “Temporada otoño-invierno” es una de las mentiras más escandalosas de la moda. La ropa de “otoño-invierno” es de invierno. ¡Andá a ponerte esos gorritos de lana para ir a pasear el primero de mayo! ¡A las tres de la tarde vas a estar transpirando las últimas gotas previas a la deshidratación! Por algo a la supuesta ropa de otoño la llaman “de media estación”. Porque el otoño no es una estación. Para llegar a ese rango debería definirse, puntualizarse, establecer un rango de precipitaciones promedio, de temperaturas regulares. El otoño es una nebulosa indefinida, inestable, inclasificable e incognoscible.

Es como el kirchnerismo, donde uno no sabe bien donde queda parado. Donde cada juicio de valor tiene que ser acompañado de siete “peros” y doce “aunques” que no lo dejen pegado a lo que uno no quiere pegarse.

Con el menemismo no teníamos problema. Era todo más fácil, al pan pan y al vino vino. Vos de allá, yo de acá. Y yo de acá, de esta vereda, te entro a cagar a piedrazos a vos que estás en frente. Yo no soy vos y vos no sos yo. Es más, vos sos lo que no me deja a mí ser yo (teléfono para el politólogo de moda). Así que ¡tomá! (otro piedrazo).

Pero con el kirchnerismo se nos complicó. ¿Dónde estaba mi vereda? ¡Ah! ¡Acá está! ¿¡Ops!? ¿Pero que hace este en mi vereda? ¿Y este otro? ¡Correte che! ¿Y a dónde apunto las piedras? Sí, sí, a Daniel le apunté, pero ¿mirá si le pego a Estela que está ahí al lado?

Y ahí te agarra la nostalgia por los ’90. Porque la verdadera inseguridad que aqueja al país es la de no saber donde se está parado, con quién, qué vereda es de cada cual y qué hace semejante engendro en la tuya. La incertidumbre sobre lo que las cosas son. Porque las cosas ya no son.

Yo sospecho que es esta misma falta de certezas la que acuñó el lamentable latiguillo “Es como que”. Las cosas nunca son en sí mismas sino que son con referencia a otra cosa. “Es como que tengo frío”. ¿Qué? ¿Tenés frío o tenés otra cosa que es equivalente a tener frío? ¿Y si tenés esa otra cosa, por qué no la decís directamente en lugar de trazar paralelismos inconducentes?

Los diccionarios posmodernos deberían escribirse más o menos así:

Automóvil: m. Es como que es un vehículo movido por un motor de explosión o combustión interna destinado al transporte terrestre.

¡Basta! ¡No es posible vivir sin definiciones! ¡Necesitamos que las cosas sean, no que sean como si fuesen!

La iglesia católica fue la primera en advertir este problema y cuando tuvo que decidir la sucesión de Juan Pablo II dio el paso que necesitábamos. No era factible mantener un papa con cara de bueno que se reuniera a charlar con Fidel y lo recibieran con honores en Cuba (¡correte de mi vereda!). Nos confundía, nos desorientaba (bueno, también visitó Chile bajo la dictadura de Pinochet y condenó al amigo Ernesto Cardenal por ocupar un cargo de gobierno en la Nicaragua Sandinista. Digo, para no confundirnos tanto).

Así que fallecido el Juan Pablo II llegó Joseph Ratzinger y se terminó con este embrollo: un Papa con cara de alemán malo, defensor de las posiciones más duras y conservadoras y crítico de las perspectivas teológicas más liberales y relativistas. ¡Así sí! ¡Así podemos dividir aguas!¡Vos de allá y yo de acá! ¡Y ahí va! (otro piedrazo).

Nunca, nunca

En mis veintitantos años no he concurrido nunca a una fiesta de casamiento. No he visto jamás las gracias orgiásticas del juego de la liga, el arrojo desenfrenado de las solteronas hacia el ramo prometedor, las vergonzosas borracheras de los tíos con la corbata haciendo de vincha, el trencito cansino de las cuatro de la mañana, el paso desventurado de los cincuentones con la música electrónica y el de los veinteañeros con el Club de Clan. Nada.

Lo lamentable es que, humildemente, estoy convencido de que los casamientos que se realizan en mi ausencia (hasta el momento, todos) se están perdiendo un gran invitado. Esos que están en la cresta de la ola y que, cuando la ven tambalear, se cargan la fiesta al hombro al grito de “¡que no decaiga!”. Los que sacan a bailar a las tías de más de 90 kilos. Los que en el carnaval carioca obligan a los retraídos a ponerse la máscara de peladonarigónconbigotes y acusan de amargos a los gritos y con ademanes a los que se quedan sentados. Los que en el vals bailan al ritmo del dos por tres sin mariconear ni alegar la falta de destreza en el género (¿cómo no van a saber bailar una danza que consiste en aproximar el pie izquierdo al derecho para luego alejar este último en dirección contraria y que sea el izquierdo el que esta vez se aproxime… y así sucesiva y regularmente?). Ese tipo de invitado soy (sería) yo. Pero no he podido desarrollar todo ese parrandero potencial.

El año pasado una tarjeta blanca y radiante cayó en mis manos:

“Mariano y Andrea participan a usted su enlace y le invitan a presenciar la ceremonia religiosa que se efectuará en la estancia Los Cipreses el día 2 de marzo de 2008.
Los novios saludarán en el atrio”


Mi karma tenía fecha y lugar de vencimiento. Guardé la invitación celosamente y me dispuse a esperar.
Entre la noticia y la esperada fiesta vi a la pareja en cuestión en tres oportunidades. Las tres veces me quedé preocupado. Hablaban de los preparativos, pero había entre los dos una barra de hielo, una plancha de acero. Detallaban la reserva del salón, el contrato de unos músicos cubanos y la suelta de mariposas blancas como quien prepara los trámites para sacar la cédula de identidad en la policía. La falta de entusiasmo que demostraban me hacía pensar si toda la libido prematrimonial no estaría siendo encauzada fuera del tarro.
Mis sospechas se confirmaron tres meses antes de la boda: las inquietudes sexuales de ella y la resistencia de él a casarse disfrazado de alce resultaron en la cancelación del sacramento.

Lo más curioso es la reacción de mis interlocutores ante la confesión de mi inexperiencia absoluta en casorios. Veamos tres casos:

CASO 1
YO-
Nunca fui a un casamiento
INTERLOCUTOR -
¿Pero nunca, nunca?
¿Qué quiere decir nunca, nunca? Acaso nunca, nunca es más nunca que nunca. ¿Hay más nunca que nunca? Cualquier otro adverbio de tiempo lo invalida. Desde el a veces al siempre. Quiero decir, si yo hubiese ido al menos una vez a un casamiento la validez de mi enunciado quedaría anulada y debería ser reemplazada por Sólo fui a un casamiento. Si fui a más de un casamiento la reemplazaría por Sólo tuve algunos casamientos. Entonces, ¿qué es nunca nunca? ¿Qué respuestas supone? ¿Qué tengo que decir ante esa pregunta?
- Nooo, bancá, para la moto, bajate del caballo, aguantá los trapos. “Nunca nunca” (es decir, doble nunca) nooo, sólo un “nunca” (nunca simple).
Entiéndanlo, nunca es absoluto, cero, nada, jamás. Cualquier intento de redoblar el nunca es ilógico. No pregunten absurdos, estamos hablando de un tema serio.

CASO 2
YO-
Nunca fui a un casamiento.
INTERLOCUTOR - Naaaa (nótese la irritable fonética),
no puede ser. Habrás ido de chiquito y no te acordás.
Ante semejante aseveración prefiero guardar silencio porque lo justo sería surtir a mi escucha. ¿Alguien puede pensar que voy a realizar semejante confesión sin haberla corroborado con mis progenitores? Me ofende, me insulta. Les reproduzco este diálogo a modo de ejemplo:
YO-
Pero a alguno tuve que haber ido, ma. ¿El de la tía Estela con Rodolfo?
MADRE - Cuando la tía Estela se casó estábamos peleadas porque el ladrón de Rodolfo le cagó guita a papá para poner un video club en William Morris. No íbamos a ir a una fiesta pagada con una estafa.
YO- ¿
Y el de Humberto, el primo de papá?
MADRE-
¡Está juntado! Dos meses antes de casarse la embarazó a Emilce y se patinó la guita de la boda al punto y banca.

CASO 3
YO-
Nunca fui a un casamiento.
INTERLOCUTOR -
Pero, ¿vos tenés amigos?
¡Sí, pedazo de infeliz!
El problema no es la falta de amistades, sino sus condiciones económicas, culturales y políticas.
Por un lado están los lúmpenes sin un morlaco ni yerba de ayer secándose al sol. Se trata de caballeros bien dispuestos pero imposibilitados de casorio por dificultades monetarias.
Por otro, los solteros de militancia garufa. Como es popularmente sabido, los ranas del barrio la Mondiola (¡pucha que sos divertido!) no son aficionados a las nupcias.
Y por último, los marxistas leninistas trotskistas para quienes el matrimonio es la célula económica primaria de edificio capitalista.

Dime con quién andas y te diré a cuántos casamientos fuiste.