MG

Lo primero que me llamó la atención fueron sus generosas piernas cruzadas asomándose desde una minifalda negra. Estaba sentada en un banquito redondo de un metro de altura, de esos que ponen en la barra de los bares para que los bebedores de turno se inclinen hacia sus copas apoyados sobre uno de sus brazos. Con el pie izquierdo marcaba los tiempos del reef de “Cerca de la Revolución”. Miraba paciente a un García rubio de raíces negras y tiraba paredes con su instrumento apoyado sobre el muslo derecho mientras el músico la ojeaba despatarrado sobre un sillón. Él preguntaba con una pentatónica sencilla y grave y ella le contestaba con los dedos saltando entre los trastes y trepando por el mástil de su guitarra acústica recortada, hasta llegar a las notas más agudas.

En medio de sus ojos negros nacía temprana la nariz huesuda, que era el centro de sus rasgos mapuches heredados de su tatarabuelo, el cacique Epumer, al que Lucio Mansilla definió en su famosa excursión como “el indio más temido entre los ranqueles, por su valor, por su audacia, por su vehemencia cuando está beodo”.

Con la criolla de mi viejo yo imitaba los solos que ella plasmó en aquel acústico en el que Charly dejó algunos de sus últimos destellos. Reproducía, rebobinaba y volvía a reproducir el VHS en el que lo tenía grabado, y descifraba cada pasaje dentro de las escalas que me habían pasado algunos amigos que tocaban con más seriedad que yo.

Cuando sobre el escenario de Obras cantaba “No te animas a despegar”, sola con su Gibson Les Paul fucsia, su voz ochentosa me acariciaba las manos.

Para esa época ya estaba de novia con Darío Lopérfido, secretario de cultura del gobierno porteño de Fernando De la Rúa y luego vocero presidencial. Un pelotudo de Franja Morada que jugaba de progre para la tribuna cuando organizaba recitales de rock en Tilcara y festivales de jazz en Bariloche, pero mostraba la hilacha cuando defendía la reforma laboral y armaba los discursos presidenciales que anunciaban los nuevos índices de desempleo.

Una noche me la crucé por la avenida Jujuy. Charly acababa de editar “Say no more”, uno de los peores discos de su historia, y lo presentaba en un show poco difundido en el bar que Javier Martínez, ex líder de Manal, tenía en el barrio de Once. Yo andaba sólo y ella venía de frente vestida de negro, acompañada por Érica di Salvo, la entonces violinista de la banda. La seguí de reojo, tímido, y cuando me advirtió desvié la mirada de manera brusca y torpe.

El recital comenzó con bastante retraso por los recurrentes caprichos del bicolor. Nunca entendí la paciencia militante de los fans: “Cuando venís a ver a Charly sabés a lo que te exponés”, decían los más boludos. Tiempo después, como supe a lo que me exponía, dejé de ir. Pero aquella noche Charly salió al escenario mucho más tarde de lo previsto, tocó con gran inspiración durante tres horas y se fue sin bises. Yo me pedí una cerveza y me quedé haciendo tiempo, esperando el primer tren de la mañana para volver.

Dos horas después, cuando no quedábamos más de veinte personas, Charly volvió a salir al escenario seguido de María Gabriela, el batero y el bajista. Con la banda reducida combinó temas propios, de los Beatles, Prince, Bob Dylan y otros clásicos. Yo estaba a los pies del escenario y frente a mí ella se lucía con su Telecaster ocre al mango. Con la noche al borde del amanecer, García casi sin voz y mi violera fetiche al frente del micrófono, tocaron los temas que el público les pedía.

Sobre el final de la zapada aproveché un intervalo en el que Charly discutía con el encargado del bar y le pedí a María Gabriela que tocara “No te animas a despegar”. Ella miró a Charly que estaba al filo del escándalo, esbozó una sonrisa como diciendo “Te lo debo” y se escondió detrás del escenario.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Había escuchado que Ventarrón iba a dedicarle unas líneas (no las aspirables) a su “ex novia” MG. Me imaginé las más absurdas fantasías que genera nuestro mundo interno cuando nos enamoramos perdida e idílicamente de alguien, esas conversaciones que nunca vamos a tener, esos poemas que nunca leerá pero que le dedicamos y sentimos con vehemencia, ese escenas sexuales que seguramente no se van a consumar jamás.
Pero acá estamos y nos queda el resentimiento, con Lopérfido por supuesto que sí vivió a la Epumer.

Me despido con cierto miedo a los ataques de la Liga de la Justicia.

Anónimo dijo...

¡Qué precioso relato Lisi!
¡Cuánta sapiencia! ¡Cuánta erudición musical!
¡Cuánto idilio!

Muy buena tu crítica a los fanáticos que defienden a sus ídolos a capa y espada, y festejan todas sus boludeces.

Saludos!
Riverito.

Anónimo dijo...

Que suerte la tuya de haberte encontrado ante ese ser maravilloso: María Gabriela Epumer, por un momento senti que a casi nadie le importa lo relativo a Mapu pero los testimonios que encuentro sobre ella me dejan en claro que los pocos que la admiramos, la llevaremos en nuestro corazón hasta el último día de nuestras vidas.

Felicidades por ese emotivo post.

Anónimo dijo...

Muy buen relato.

hace unos 6 años fui a ver a Charly al Luna Park, sin demasiadas expectativas con respecto a su compotamiento, pero fue un gran recital...y ahi estaba Epumer haciendo musica...una genia.

Lastima su muerte.

La musica es increible...los recitales tambien...pero cuando te toca disfrutar de un "en vivo" al lado del escenario y a centimetros de un músico que admiras, no tiene precio.

Javier (Alonso).

Soledad Jácome dijo...

Viudo e hijo de María Gabriela…

Las palabras de su prosa también trepan por el mástil de una guitarra inolvidable. Y el relato filtra la música de los amores imposibles.