De superpoderes y tinta china

La teletransportación es el superpoder al que cualquier mortal debería anhelar. Es cierto que algunos preferirían la invisibilidad, pero se trata de una elección inmadura y poco meditada. La posibilidad de hacerse invisible puede parecer atractiva a los doce años, cuando uno hubiera vendido su alma al diablo por entrar al baño de damas del colegio sin que lo vieran. Pasada esa edad, presenciar una escena sin ser visto no tiene ninguna gracia. Sí, está bien, podés hacerle un chiste a tus amigos, una, dos, tres veces. A la cuarta te aburrís o te aciertan una trompada tirada al aire.

En cambio, la teletransportación es un poder tremendo. De buenas a primeras te arregla de raíz todo el problema de tránsito. Que Pueyrredón es mano para acá, que es mano para allá, que ponemos carriles exclusivos, que ensanchamos General Paz… basta. Teletransportación para todos (nota para el Gobierno de la ciudad). Te meten en una cabina, sacás uno setenta y cinco, te desintegrás en un punto (ponele, la estación de Retiro) y te reintegrás en el otro (ponele, Necochea). Así pensado, sin embargo, estamos más cerca de un servicio público que de un superpoder, pues la universalización de un poder es lo que le hace perder su condición de “súper”.

Pero además de estos poderes de superhéroe, existen también otro tipo de capacidades más mundanas pero fuera del alcance de la mayoría de los hombres. Me refiero, en este caso, al dibujo. Quien alguna vez viera algún garabato hecho por quien escribe sospecharía que el autor sufre de discapacidades motrices (o mentales). Por esta razón, acudimos al trazo milagroso de una mano amiga y le encargamos la realización del pequeño ventarrón ilustrado.

Rivito mojó sus pinceles en tinta china y acrílico, los esparció sobre el papel para acuarelas y nos regaló el tremendo retrato, versión criolla de Dorian Gray. Pavada de superpoder, ahora tenemos juventud eterna.