Una calle sin hablar



En la esquina de Avenida de Mayo y Rivadavia, sobre la plazoleta, ayer a las siete de la tarde se juntaron unos veinte tipos. No cantaban, sólo aplaudían con ritmo regular y mostraban a los transeúntes unos pocos carteles. Inocente, me acerqué.

“Basta de muertes”, decía una cartulina blanca sostenida por una cincuentona de pantalón ajustado. Esto es genial, ¡una marcha por la inmortalidad! No he visto causa más digna y poética - pensé. ¡Tremendo rubia! Somos seres para la muerte, no hay injusticia más grande, ¿dónde firmo?

“Nos están matando”, expresaba otro cartel. Ah, no… pará la mano. Esto no es poético, es literal. ¡Los están matando acá mismo! Con razón son tan pocos. Eran cien, les mataron ochenta, quedaron estos veinte. Esto es terrible, pobres tipos. Amigo, ¿quiénes los está matando? ¿Dónde están los ochenta cadáveres? ¿Por qué no huyen?

Seguridad, seguridad, seguridad”, señalaba insistente la última pancarta. Ah, ya entendí. Perdón, estoy un poco confundido. Permiso, permiso, me tengo que ir.

Ramos Mejía, puta triste del conurbano, que mal te queda la pilcha cuando te disfrazás de Palermo.


* A falta de una foto actualizada, contamos con esta imagen de la misma esquina en 1930.

Tranca Diego

Este blog banca a Riquelme. Román es un tipo futbolero, habla de fútbol, mira fútbol y transpira fútbol mucho más que ese hijo único y malcriado que corre a doscientos kilómetros por hora y se la pasa jugando la play. Román banca mucho más que ese nene durante la definición por penales del último mundial se quedó en el banco de suplentes sólo y caprichoso con la mirada clavada en el piso mientras sus compañeros transpiraban sangre con cada parada del arquero Lehmann.

Román se crió con nueve hermanos en una villa de Don Torcuato. Tiene la mirada esquiva, la cara pecosa y un porte no apto para publicidades de Stork Man. Y celebra los goles con una expresión cautelosa y discreta que exaspera a los chauvinistas que se comen los comerciales de Quilmes en cada mundial. Nada coreografías, de carnaval carioca ni de gestos ampulosos. Uno a cero, cara de naipe, grito pelado y a sacar del diome, punto.

Aclarada esta cuestión, la renuncia de Riquelme es un gran alivio para este escriba. Nuestro bielsístico gusto por el juego vertiginoso más que por la cautela especulativa y el toque para los costados no es compatible ni con el fútbol ni con los caprichos del enganche boquense. Así que ahora, sin esa piedra en el zapato, le armamos el equipo al Diegote con vistas al mundial próximo.

Carrizo al arco, por grandote, por seguro y por porte de apellido. Abajo, línea de tres: Demichellis, Samuel y Coloccini (cuya peluca es clave para la estética de un equipo con aspiraciones mundialistas, aunque seguimos sin tener un jugador con barba). Ya nos enseño Richard Lavolpe que la línea de cuatro murió cuando se retiró el último wing, así que metemos tres bien paraditos al fondo, doble cinco y dos carrileros con buena vuelta.

En el medio, el eje central: Mascherano- Gago. Javier se retrasa cuando hay que armar línea de cuatro y raspar; Fernando se adelanta con paso elegante para manejar los hilos que dejó sueltos Román.

A los costados del eje, los dos carrileros: Jonás Gutiérrez por izquierda, Maxi Rodríguez o Angelleri por derecha. Mucha ida y vuelta, que se note la zanja a los costados de la cancha cuando termina el partido.

Arriba, dos medio puntas/delanteros por los costados, Messi por derecha/ Tévez por izquierda, y un nueve definido: el pipita Higuaín o (batacazo) el jardinero Cruz. No importa que sea malo, se tiene que meter entre los centrales y arrastrar marcas para que Lionel y Carlitos pasen como tiro.

La ausencia del Khun le trae a Diego problemas familiares, pero en mi selección no viaja ni a cebar mate. Si Gianina se pone pesada, lo llevamos al banco y lo metemos quince minutos en un partido que ya esté quince a cero.

Nos vemos en Sudáfrica.

Amor de primavera

Me gustan los personajes que le parten la cabeza al lector. Imagino a los hombres de la generación del 60’ enamorados de La Maga de Rayuela. No les pregunten, no lo van a reconocer. O se van a reír de sus amoríos adolescentes e ingenuos. Ahora Cortázar no es cool, lo decidieron la academia y otras órbitas cuando le pegaron una etiqueta en el lomo: “snob”.

Hace unos meses leí un artículo hermoso de Fabián Casas sobre el autor de Bestiario. Casas hace la gran Federer: el mejor tenista es aquel que utiliza la fuerza del rival a su favor, o sea, el que hace uso de la velocidad de la pelota que lanza su oponente para potenciar su propio disparo. El escritor de Boedo recibe los argumentos de su respetado rival y los devuelve con un revés letal: “No hay pasión por la indiferencia: hay ingenuidad y nobleza. Me doy cuenta de que le creo todo lo que dice. Entonces, tapado por la frazada escocesa, solo con mi perra Rita a los pies, me doy cuenta de que estoy llorando. Sí, sí, digo, mientras empino el quinto whisky, Cortázar tiene razón. Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él: certeros, comprometidos, hermosos, siempre jóvenes, cultos, generosos, bocones”. Match point.

Decía, me gustan las novelas que enloquecen al lector con los encantos de un personaje. Pero algunos protagonistas son poco recomendables a la hora de cegarse con sus gracias. Cuando era chico leí La Tregua, de Benedetti (que es menos cool que Cortázar, pero era muy chico, y sí, buen tipo el uruguayo, pero ya fue, ya fue) y me derretí por Laura Avellaneda: “joven, de rasgos suaves y ojos serenos, nariz fina, de pelo color negro y piel muy clara”. Me parecía tan hermosa y delicada que a mi corta edad me inspiraba una especie de amor espiritual libre de toda carnalidad. La chica sumisa enamorada de Martín Santomé, un cincuentón agobiado por toda una vida dedicada a las finanzas, no avivaba mi libido sino mi costado más sensiblero.

Avellaneda no es el mejor personaje para enamorarse. En primer lugar porque tal como anuncia el nombre de la novela, la protagonista es una tregua en la aburridísima vida de Santomé y por lo tanto, al final, muere. Tremendo bofetazo. Pero como si fuera poco, aún cuando el amor del lector tenaz sobreviva a su muerte, hay un segundo cachetazo: en la versión cinematográfica, el personaje de Avellaneda es realizado por Ana María Picchio. La morocha alta de rasgos delicados se hace carne y nos pega un voleo mortal en el centro del pecho.