Felicidades


Ford Falcon modelo 1978. El clásico argentino. Color rojo gastadísimo. Viaje de Ramos a Morón.

Remisero: ¿Y vos dónde pasás las fiestas?
Ventarrón: En la casa de mis viejos, tranca. ¿Vos?
Remisero: No… Yo hace cinco años que me peleé con mi familia. El 24 y el 31 los paso religiosamente en el cabaret. Ahora pusieron uno hermoso acá sobre Rivadavia.

Rock is dead

En los noventa había que escuchar rock and roll. Empezar con alguna bandita local, mechar algún clásico setentoso y comprarte alguna remera en Locuras con el logo de un grupo fetiche.

Recién ahí tenías derecho a sentarte en la puerta de lo del ruso, el primero que tuvo un equipo más o menos pulenta. Sacaba los parlantes por la ventana y escuchábamos un par de veces seguidas el disco cuatro de Led Zeppelin. Los más grandes fumaban, comentaban pasajes de la guitarra de Page y arriesgaban historias sobre el cantante: “Robert Plant tenía una dentadura de mierda y cuando se la hizo corregir le quedó la voz así”.

El paso final era agarrar una viola, tirar Re, Sol, La y listo, a rockear. La pentatónica era la escala divina. El que la subía y la bajaba sin tropezar alcanzaba un protagonismo envidiable.

El rock era un paradigma Kunhiano, fuera de él todo era reducido a la pura negatividad.

Ahí afuera estaba la cumbia con sus morenas pulposas como las sirenas mitológicas de la Odisea. El ruso subía el volumen y los parlantes saturaban. Él era el Ulises del barrio y el resto los marineros amenazados por el canto hechicero.

Hoy pasé por una disquería de Liniers que estaba pasando un temazo de Ráfaga y pensé dos cosas. La cumbia melódica de los noventa es un género del carajo. Y Richard, estrella de las seis cuerdas tropicales, le pasa el trapo a más de un rockerito.