Conversación imaginaria con el pelotudo que iba ayer en el 21 escuchando música por su celular

- Flaco, ¿no tenés auriculares?

- No, ¿por?

- No, qué se yo... ¿vos sabés si a todos los que estamos acá tenemos ganas de escuchar eso?

- ¿No te gusta la Renga?

- Sí.. bah, no. Pero no es el punto.

- Uh, careta, aguante el rock and roll. ¿Te gusta la cumbia a vos?

- No, bah.. sí, algún tipo de cumbia... bueno, pero no es la cuestión...

- Yo soy del palo del rock, ¿me entendés?

- Claro, te entiendo, me parece bien...

- No, no te parece bien porque no te cabe el rock.

- Sí me cabe el rock, no me gusta la Renga.

- ¿Por qué?

- Porque me parecen muy pobres musicalmente y bastante pelotudos cuando se hacen los rebeldes, pero no era lo que te quería decir.

- ¿Pelotudos cuando se hacen los rebeldes? ¡Tomatelá! (Canta) ¡No me interesa ningún tipo de política ni el demócrata ni el fascista porque me tocó ser así, ni siquiera anarquista!

- ¿Ves? Das justo en la tecla. Por eso me parecen unos boludos ¿Te da lo mismo un sistema democrático que el facismo?

- No, no me interesa ningún sistema.

- Si no te interesa te da lo mismo.

- (Otra vez canta, pero ahora también agita los brazos y me apunta con el índice) ¡Yo veo todo al revés, no veo como usted, yo no veo justicia sólo miseria y hambre o será que soy yo que llevo la contra como estandarte!

- Ah, sí. Seguro que sos vos. Si acá todos los que viajamos en este bondi de mierda nos pensamos que vivimos en Suecia.

- Flaco, a vos te compró el régimen.

- Claro, claro. Y vos cantando esa gilada sos la reencarnación del Che. Igual no te hablaba ni de tus gustos musicales, ni de tu posición política, ni de tu capacidad única para ver desdicha en un mundo que a todos los demás se nos aparece justo y armonioso. Lo que te digo es que me parece una cagada que pongas tu celular sonando a todo lo que da y que todo el colectivo tenga que escuchar esa guitarra distorsionada al mango saliendo por un parlantito todo saturado.

- Chabón, este celular sale siete gambas, ¿sabés el sonido que tiene?

- Sí, un sonido mono. Un sonido del orto que no se usa desde 1957, cuando a algún salame más vivo que vos y que yo se le ocurrió grabar música por dos canales diferentes para evitar que se sature un sólo canal con todos los sonidos juntos, tal como pasa con esa mierda de celular que me está quemando los oídos a mí y a todos los que estamos viajando desde que pusiste tu puto culo en este asiento.

- (Grita a todo el colectivo) ¡Le gusta la cumbia! ¡A este puto le gusta la cumbia!

- ¡Pará infradotado! Lo único que te digo es que te pongas unos auriculares para que no jodas a todos los demás, estés escuchando la Renga, la Coja, la Vieja tullida, o la Putísima madre que te parió.

- No tengo auriculares. Y voy a escuchar mi celular como se me canta.

- Bueno, dale. A mí se me antoja cantar Nino Bravo a los gritos: (canto) DEJARÉ MI TIERRA POR TI, DEJARÉ MIS CAMPOS Y ME IRÉ LEJOS DE AQUÍ. CRUZARÉ LLORANDO EL JARDÍN Y CON TUS RECUERDOS PARTIRÉ LEJOS DE AQUÍ…


En lugar de todo esto mascullé mi odio, busqué sin éxito abstraerme en los paisajes de una avenida embotellada y me imaginé palabra por palabra todo lo que le hubiera dicho.

MG

Lo primero que me llamó la atención fueron sus generosas piernas cruzadas asomándose desde una minifalda negra. Estaba sentada en un banquito redondo de un metro de altura, de esos que ponen en la barra de los bares para que los bebedores de turno se inclinen hacia sus copas apoyados sobre uno de sus brazos. Con el pie izquierdo marcaba los tiempos del reef de “Cerca de la Revolución”. Miraba paciente a un García rubio de raíces negras y tiraba paredes con su instrumento apoyado sobre el muslo derecho mientras el músico la ojeaba despatarrado sobre un sillón. Él preguntaba con una pentatónica sencilla y grave y ella le contestaba con los dedos saltando entre los trastes y trepando por el mástil de su guitarra acústica recortada, hasta llegar a las notas más agudas.

En medio de sus ojos negros nacía temprana la nariz huesuda, que era el centro de sus rasgos mapuches heredados de su tatarabuelo, el cacique Epumer, al que Lucio Mansilla definió en su famosa excursión como “el indio más temido entre los ranqueles, por su valor, por su audacia, por su vehemencia cuando está beodo”.

Con la criolla de mi viejo yo imitaba los solos que ella plasmó en aquel acústico en el que Charly dejó algunos de sus últimos destellos. Reproducía, rebobinaba y volvía a reproducir el VHS en el que lo tenía grabado, y descifraba cada pasaje dentro de las escalas que me habían pasado algunos amigos que tocaban con más seriedad que yo.

Cuando sobre el escenario de Obras cantaba “No te animas a despegar”, sola con su Gibson Les Paul fucsia, su voz ochentosa me acariciaba las manos.

Para esa época ya estaba de novia con Darío Lopérfido, secretario de cultura del gobierno porteño de Fernando De la Rúa y luego vocero presidencial. Un pelotudo de Franja Morada que jugaba de progre para la tribuna cuando organizaba recitales de rock en Tilcara y festivales de jazz en Bariloche, pero mostraba la hilacha cuando defendía la reforma laboral y armaba los discursos presidenciales que anunciaban los nuevos índices de desempleo.

Una noche me la crucé por la avenida Jujuy. Charly acababa de editar “Say no more”, uno de los peores discos de su historia, y lo presentaba en un show poco difundido en el bar que Javier Martínez, ex líder de Manal, tenía en el barrio de Once. Yo andaba sólo y ella venía de frente vestida de negro, acompañada por Érica di Salvo, la entonces violinista de la banda. La seguí de reojo, tímido, y cuando me advirtió desvié la mirada de manera brusca y torpe.

El recital comenzó con bastante retraso por los recurrentes caprichos del bicolor. Nunca entendí la paciencia militante de los fans: “Cuando venís a ver a Charly sabés a lo que te exponés”, decían los más boludos. Tiempo después, como supe a lo que me exponía, dejé de ir. Pero aquella noche Charly salió al escenario mucho más tarde de lo previsto, tocó con gran inspiración durante tres horas y se fue sin bises. Yo me pedí una cerveza y me quedé haciendo tiempo, esperando el primer tren de la mañana para volver.

Dos horas después, cuando no quedábamos más de veinte personas, Charly volvió a salir al escenario seguido de María Gabriela, el batero y el bajista. Con la banda reducida combinó temas propios, de los Beatles, Prince, Bob Dylan y otros clásicos. Yo estaba a los pies del escenario y frente a mí ella se lucía con su Telecaster ocre al mango. Con la noche al borde del amanecer, García casi sin voz y mi violera fetiche al frente del micrófono, tocaron los temas que el público les pedía.

Sobre el final de la zapada aproveché un intervalo en el que Charly discutía con el encargado del bar y le pedí a María Gabriela que tocara “No te animas a despegar”. Ella miró a Charly que estaba al filo del escándalo, esbozó una sonrisa como diciendo “Te lo debo” y se escondió detrás del escenario.