Deja ya de joder con la pelota

- Entrás para la ’79 pibe. Vas a jugar por el Tokio.-
El imperativo se clavó certero en mis espaldas, trepó por la columna vertebral, se enredó en mi cuello y me anudó la garganta con tanta fuerza que mi intento de respuesta resultó en un exiguo y casi agonizante “si” que nadie percibió.

Había entrado a jugar al club hacía pocas semanas. Hasta entonces había sido un chico de departamento cuyo contacto con el fútbol se había limitado al simulacro de penales con su viejo como arquero y una pelota de gajos rectangulares celestes y blancos, casi tan liviana como el aire.

Cuando las dimensiones del hábitat familiar se estrecharon tras el nacimiento de mis hermanos mellizos, la mudanza a una casa de barrio trajo aparejado un mundo nuevo para un pibe de siete años: la calle, el potrero y la sociedad de fomento. Los tres espacios eran de frecuencia obligatoria para todos los aspirantes al respeto y la simpatía de las pandillas infantiles.

Así llegué a Villa Colombo.

- ¿Qué categoría sos, pibe?
- Ochenta.
- ¿De qué jugás?
- No sé…
- ¿Arriba o abajo?
- ¿Qué es arriba o abajo?


Esa fue mi primera conversación con el Inglés, un cuarentón muy parecido a Rodolfo Bebán que hacía de técnico del equipo. Pocas semanas después no sólo tenía que jugar para una categoría más grande sino que me tocaba reemplazar a la figura más relevante del club.

El Tokio era a Villa Colombo lo que su ídolo en retirada, Ricardo Bochini, era a Independiente: un estratega sin una gran velocidad pero con una gambeta paciente, una pegada certera y una lectura del juego que lo hacía moverse por la cancha con distinción.
La primera vez que me toco enfrentarlo en la canchita Costa, sede del fútbol no institucional, el Tokio hilvanó una jugada infernal que me tuvo como víctima. Había encarado por el lateral derecho y tirado dos caños a los defensores de turno, se aproximó a mi figura, el último obstáculo antes de su llegada al arco, me miró a los ojos y con un simple gesto me advirtió que iba por el tercer túnel consecutivo. Enemigo de las gestas heroicas, decidí mantener mis piernas juntas pero el Tokio, que adivinaba el momento en que el cerebro perdía control sobre las piernas del adversario, tiró dos amagues y, ante la mínima separación de mi pierna diestra, pasó la pelota entre esta y la siniestra, enfrentó al arquero y definió con un tiro cruzado y rasante.
A semejante monstruo me tocaba reemplazar.

La existencia de jueces, camisetas identificatorias, tiempos de juego preestablecidos, puntajes, tabla de posiciones, tribunas locales y visitantes y tablero con el marcador del partido son algunas de las razones por las que me parece un despropósito llamar “amateur” al fútbol de los clubes barriales. La ausencia de dádivas no es razón suficiente para considerar aquella actividad como “no profesional”, por no mencionar las presiones a las que se somete a los pequeños players.

Luego de un partido que perdimos 5 a 4 me encontré en el vestuario con una escena muy particular: nuestro arquero, Beto, lloraba sentado con los codos apoyados en las rodillas y las manos, con los guantes todavía puestos, tapándole la cara. Le pregunté qué le pasaba y el inglés, que hasta ese momento intentaba consolarlo, se dio vuelta, me miró endiablado y me gritó: “¡Llora porque le corre sangre por las venas y no mierda como a vos!”. Mis ocho años no alcanzaron para mandar al carajo al entrenador.

Al comienzo de cada entrenamiento, el inglés se paraba en el centro de la cancha con varias pelotas al pie y nos hacía correr alrededor por el perímetro del campo que emulaba la cadena de montaje de una fábrica de los inicios de la Revolución industrial. Desde aquel lugar privilegiado, cual capataz de la industria, lanzaba pelotazos contra aquellos que aminoraban su marcha. Semejante peligro sólo podría ser enfrentado por verdaderos profesionales.

Los que nunca recibían un pelotazo eran los de la ’79, la categoría favorita del club. Al talento del Tokio se sumaba la velocidad del Kity, la personalidad del Raulo y la potencia de un gordo cuyo nombre no recuerdo. En aquel partido fatídico faltaron los tres pilares y los chicos de la ’80 tuvimos que reemplazarlos. Se jugó en Ciudadela, cerca de los cuarteles. El resultado fue catastrófico: 16 a 0.
La historia del club que vio nacer al Cacho Borelli, defensor central que integró el plantel de la selección que jugó el mundial ’94, no recuerda un resultado más bochornoso.

Malevos que ya no son


Por las mismas razones por las que los desencuentros amorosos resultan más poéticos que los romances bienaventurados, los malevos en el tango están predestinados al infortunio.

El primer caso es ya una verdad de pedregullo. La canción “qué bien me llevo con mi novia” es pobre, previsible y empalagosa. Tal es el caso de aquel que ha caído por primera vez en un enamoramiento y, a causa de tal estado, la gente en la calle le parece más buena: “La felicidad que me dio tu amor hoy hace cantar a mi corazón” no parecen los versos más logrados de la poesía contemporánea. Por el contrario, los desengaños, la desesperación y la angustia han sido mucho más generosos con la inspiración artística.

Claro que este ejemplo no es prueba suficiente de nada. Es evidente que si Evangelina Salazar abandonara a Palito en medio de adulterios y humillaciones, el ex gobernador de Tucumán no escribiría nada muy distinto a la constante que atraviesa su obra (podría ser algo así como “La tribulación que me dio tu partida hoy hace llorar a mi corazón”, versos que serían acompañados por alguna referencia a lo mezquina que le parece al autor la misma gente que otrora le parecía más generosa). Es decir, en este caso, la pobreza de la prosa no depende de la presencia del éxito o el fracaso como tópicos de la canción sino en la ausencia de talento en el compositor.

Aún así, la derrota ha estado siempre por encima del triunfo en la creación artística. No vamos a hacer un listado exhaustivo, pero a este escriba lo conmueve más Garúa que cualquier pelandrún que lleva a su novia a pasear al jardín japonés.

Lo mismo sucede en los arrabales. La guapeza, lejos de ser condición eterna de quien la detenta, es siempre perecedera. El maleante está invariablemente sentenciado a una derrota que puede adoptar diferentes formas: la pérdida del valor, la humillación frente a los pares, la cárcel o la muerte.

En Malevaje, el pendenciero que se ve “perdiendo el cartel de guapo que ayer brillaba en la acción” por los favores de una dama termina confesando: “Ayer, de miedo a matar en vez de pelear me puse a correr” y remata “si yo que nunca aflojé de noche angustiao’ me pongo a llorar”.

El mismo Ventarrón, “el malevo mentado del hampa”, “el más taura entre todos los tauras”, deja Pompeya y durante largos años va gastando sus guapezas para volver “sólo triste y casi enfermo, con sus derrotas mordiéndole el alma” a buscar la fama que otro ya conquistó.

El Tigre Millán es quizás uno de los casos más patéticos: “Mala suerte, pobre Tigre, siempre tuvo en cuestiones de escolasos y de amor”. El desdichado no solamente no fue beneficiado por la creencia popular (que sugiere que la suerte en el juego mantiene una relación inversamente proporcional a la fortuna en el amor, de manera que todo el mundo goce de cierta dicha en uno u otro rubro) sino que, al final, lo terminan haciendo boleta por la traición de su cortejada.

La desdicha de aquel que fue y ya no es se impone como musa privilegiada en los relatos sobre la bravura. Tal como sucede con el amante frustrado frente al que camina de la mano de su pretendida, la imagen del compadrito llorando es mucho más perturbante que cualquier otario vociferando que es el más rudo de su barrio.

El problema es que uno puede andar fracasando indefinidamente en sus amores y en sus duelos a cuchillo y nunca escribir cuatro líneas respetables. Así como uno puede clavarse un LSD todas las mañanas y nunca componer Sargent Pepper’s. Suponer lo contrario (es decir, que el fiasco garantiza la creación) es ciertamente peligroso. Ahí andan tipos con pretensiones artísticas intentando conquistar amores imposibles para luego hacerse abandonar, tajeando dos o tres maulas en los suburbios para ganarse el mote de malevo y autodenunciarse a la cana o quemándose la cabeza con drogas alucinógenas.

Al menos podemos especular con que Discépolo hubiera renunciado a escribir Chorra a cambio de los encantos de la hija del guerrero malandrín y estafador.